6 Cuentos de Hermanos Grimm  

EL PESCADOR Y SU MUJER

Había una vez un pescador que vivía con su mujer en una choza, a la orilla del mar. El pescador iba todos los días a echar su anzuelo, y le echaba y le echaba sin cesar.

Estaba un día sentado junto a su caña en la ribera, con la vista dirigida hacia su límpida agua, cuando de repente vio hundirse el anzuelo y bajar hasta lo más profundo y al sacarle tenía en la punta un barbo muy grande, el cual le dijo: -Te suplico que no me quites la vida; no soy un barbo verdadero, soy un príncipe encantado; ¿de qué te serviría matarme si no puedo serte de mucho regalo? Échame al agua y déjame nadar.

-Ciertamente, le dijo el pescador, no tenías necesidad de hablar tanto, pues no haré tampoco otra cosa que dejar nadar a sus anchas a un barbo que sabe hablar.

Le echó al agua y el barbo se sumergió en el fondo, dejando tras sí una larga huella de sangre.

El pescador se fue a la choza con su mujer: -Marido mío, le dijo, ¿no has cogido hoy nada?

-No, contestó el marido; he cogido un barbo que me ha dicho ser un príncipe encantado y le he dejado nadar lo mismo que antes.

-¿No le has pedido nada para ti? -replicó la mujer.

-No, repuso el marido; ¿y qué había de pedirle?

-¡Ah! -respondió la mujer; es tan triste, es tan triste vivir siempre en una choza tan sucia e infecta como esta; hubieras debido pedirle una casa pequeñita para nosotros; vuelve y llama al barbo, dile que quisiéramos tener una casa pequeñita, pues nos la dará de seguro.

-¡Ah! -dijo el marido, ¿y por qué he de volver?

-¿No le has cogido, continuó la mujer, y dejado nadar como antes? Pues lo harás; ve corriendo.

El marido no hacía mucho caso; sin embargo, fue a la orilla del mar, y cuando llegó allí, la vio toda amarilla y toda verde, se acercó al agua y dijo:


Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.


El barbo avanzó hacia él y le dijo: -¿Qué quieres?

-¡Ah! -repuso el hombre, hace poco que te he cogido; mi mujer sostiene que hubiera debido pedirte algo. No está contenta con vivir en una choza de juncos, quisiera mejor una casa de madera.

-Puedes volver, le dijo el barbo, pues ya la tiene.

Volvió el marido y su mujer no estaba ya en la choza, pero en su lugar había una casa pequeña, y su mujer estaba a la puerta sentada en un banco. Le cogió de la mano y le dijo: -Entra y mira: esto es mucho mejor.

Entraron los dos y hallaron dentro de la casa una bonita sala y una alcoba donde estaba su lecho, un comedor y una cocina con su espetera de cobre y estaño muy reluciente, y todos los demás utensilios completos. Detrás había un patio pequeño con gallinas y patos, y un canastillo con legumbres y frutas. -¿Ves, le dijo la mujer, qué bonito es esto?

-Sí, la dijo el marido; si vivimos siempre aquí, seremos muy felices.

-Veremos lo que nos conviene, replicó la mujer.

Después comieron y se acostaron.

Continuaron así durante ocho o quince días, pero al fin dijo la mujer: -¡Escucha, marido mío: esta casa es demasiado estrecha, y el patio y el huerto son tan pequeños!... El barbo hubiera debido en realidad darnos una casa mucho más grande. Yo quisiera vivir en un palacio de piedra; ve a buscar al barbo; es preciso que nos dé un palacio.

-¡Ah!, mujer, replicó el marido, esta casa es en realidad muy buena; ¿de qué nos serviría vivir en un palacio?

-Ve, dijo la mujer, el barbo puede muy bien hacerlo.

-No, mujer, replicó el marido, el barbo acaba de darnos esta casa, no quiero volver, temería importunarle.

-Ve, insistió la mujer, puede hacerlo y lo hará con mucho gusto; ve, te digo.

El marido sentía en el alma dar este paso, y no tenía mucha prisa, pues se decía: -No me parece bien, -pero obedeció sin embargo.

Cuando llegó cerca del mar, el agua tenía un color de violeta y azul oscuro, pareciendo próxima a hincharse; no estaba verde y amarilla como la vez primera; sin embargo, reinaba la más completa calma. El pescador se acercó y dijo:


Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.


-¿Qué quiere tu mujer? -dijo el barbo.

-¡Ah! -contestó el marido medio turbado, quiere habitar un palacio grande de piedra.

-Vete, replicó el barbo, la encontrarás a la puerta.

Marchó el marido, creyendo volver a su morada; pero cuando se acercaba a ella, vio en su lugar un gran palacio de piedra. Su mujer, que se hallaba en lo alto de las gradas, iba a entrar dentro; le cogió de la mano y le dijo: -Entra conmigo. -La siguió. Tenía el palacio un inmenso vestíbulo, cuyas paredes eran de mármol; numerosos criados abrían las puertas con grande estrépito delante de sí; las paredes resplandecían con los dorados y estaban cubiertas de hermosas colgaduras; las sillas y las mesas de las habitaciones eran de oro; veíanse suspendidas de los techos millares de arañas de cristal, y había alfombras en todas las salas y piezas; las mesas estaban cargadas de los vinos y manjares más exquisitos, hasta el punto que parecía iban a romperse bajo su peso. Detrás del palacio había un patio muy grande, con establos para las vacas y caballerizas para los caballos y magníficos coches; había además un grande y hermoso jardín, adornado de las flores más hermosas y de árboles frutales, y por último, un parque de lo menos una legua de largo, donde se veían ciervos, gamos, liebres y todo cuanto se pudiera apetecer.

-¿No es muy hermoso todo esto? -dijo la mujer.

-¡Oh!, ¡sí! -repuso el marido; quedémonos aquí y viviremos muy contentos.

-Ya reflexionaremos, dijo la mujer, durmamos primero; y nuestras gentes se acostaron.

A la mañana siguiente despertó la mujer siendo ya muy de día y vio desde su cama la hermosa campiña que se ofrecía a su vista; el marido se estiró al despertarse; diole ella con el codo y le dijo:

-Marido mío, levántate y mira por la ventana; ¿ves?, ¿no podíamos llegar a ser reyes de todo este país? Corre a buscar al barbo y seremos reyes.

-¡Ah!, mujer, repuso el marido, y por qué hemos de ser reyes, yo no tengo ganas de serlo.

-Pues si tú no quieres ser rey, replicó la mujer, yo quiero ser reina. Ve a buscar al barbo, yo quiero ser reina.

-¡Ah!, mujer, insistió el marido; ¿para qué quieres ser reina? Yo no quiero decirle eso.

-¿Y por qué no? -dijo la mujer; ve al instante; es preciso que yo sea reina.

El marido fue, pero estaba muy apesadumbrado de que su mujer quisiese ser reina. No me parece bien, no me parece bien en realidad, pensaba para sí. No quiero ir; y fue sin embargo.

Cuando se acercó al mar, estaba de un color gris, el agua subía a borbotones desde el fondo a la superficie y tenía un olor fétido; se adelantó y dijo:


Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece;
es preciso darla lo que se merece.


-¿Y qué quiere tu mujer? -dijo el barbo.

-¡Ah! -contestó el marido; quiere ser reina.

-Vuelve, que ya lo es, replicó el barbo.

Partió el marido, y cuando se acercaba al palacio, vio que se había hecho mucho mayor y tenía una torre muy alta decorada con magníficos adornos. A la puerta había guardias de centinela y una multitud de soldados con trompetas y timbales. Cuando entró en el edificio vio por todas partes mármol del más puro, enriquecido con oro, tapices de terciopelo y grandes cofres de oro macizo. Le abrieron las puertas de la sala: toda la corte se hallaba reunida y su mujer estaba sentada en un elevado trono de oro y de diamantes; llevaba en la cabeza una gran corona de oro, tenía en la mano un cetro de oro puro enriquecido de piedras preciosas, y a su lado estaban colocadas en una doble fila seis jóvenes, cuyas estaturas eran tales, que cada una la llevaba la cabeza a la otra. Se adelantó y dijo:

-¡Ah, mujer!, ¿ya eres reina?

-Sí, le contestó, ya soy reina.

Se colocó delante de ella y la miró, y en cuanto la hubo contemplado por un instante, dijo:

-¡Ah, mujer!, ¡qué bueno es que seas reina! Ahora no tendrás ya nada que desear.

-De ningún modo, marido mío, le contestó muy agitada; hace mucho tiempo que soy reina, quiero ser mucho más. Ve a buscar al barbo y dile que ya soy reina, pero que necesito ser emperatriz.

-¡Ah, mujer! -replicó el marido, yo sé que no puede hacerte emperatriz y no me atrevo a decirle eso.

-¡Yo soy reina, dijo la mujer, y tú eres mi marido! Ve, si ha podido hacernos reyes, también podrá hacernos emperadores. Ve, te digo.

Tuvo que marchar; pero al alejarse se hallaba turbado y se decía a sí mismo: No me parece bien. ¿Emperador? Es pedir demasiado y el barbo se cansará.

Pensando esto vio que el agua estaba negra y hervía a borbotones, la espuma subía a la superficie y el viento la levantaba soplando con violencia, se estremeció, pero se acercó y dijo:


Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.


-¿Y qué quiere? -dijo el barbo.

-¡Ah, barbo! -le contestó; mi mujer quiere llegar a ser emperatriz.

-Vuelve, dijo el barbo; lo es desde este instante.

Volvió el marido, y cuando estuvo de regreso, todo el palacio era de mármol pulimentado, enriquecido con estatuas de alabastro y adornado con oro. Delante de la puerta había muchas legiones de soldados, que tocaban trompetas, timbales y tambores; en el interior del palacio los barones y los condes y los duques iban y venían en calidad de simples criados, y le abrían las puertas, que eran de oro macizo. En cuanto entró, vio a su mujer sentada en un trono de oro de una sola pieza y de más de mil pies de alto, llevaba una enorme corona de oro de cinco codos, guarnecida de brillantes y carbunclos; en una mano tenía el cetro y en la otra el globo imperial; a un lado estaban sus guardias en dos filas, más pequeños unos que otros; además había gigantes enormes de cien pies de altos y pequeños enanos que no eran mayores que el dedo pulgar.

Delante de ella había de pie una multitud de príncipes y de duques: el marido avanzó por en medio de ellos, y la dijo:

-Mujer, ya eres emperatriz.

-Sí, le contestó, ya soy emperatriz.

Entonces se puso delante de ella y comenzó a mirarla y le parecía que veía al sol. En cuanto la hubo contemplado así un momento:

-¡Ah, mujer, la dijo, qué buena cosa es ser emperatriz!

Pero permanecía tiesa, muy tiesa y no decía palabra.

Al fin exclamó el marido:

-¡Mujer, ya estarás contenta, ya eres emperatriz! ¿Qué más puedes desear?

-Veamos, contestó la mujer.

Fueron enseguida a acostarse, pero ella no estaba contenta; la ambición la impedía dormir y pensaba siempre en ser todavía más.

El marido durmió profundamente; había andado todo el día, pero la mujer no pudo descansar un momento; se volvía de un lado a otro durante toda la noche, pensando siempre en ser todavía más; y no encontrando nada por qué decidirse. Sin embargo, comenzó a amanecer, y cuando percibió la aurora, se incorporó un poco y miró hacia la luz, y al ver entrar por su ventana los rayos del sol...

-¡Ah! -pensó; ¿por qué no he de poder mandar salir al Sol y a la Luna? Marido mío, dijo empujándole con el codo, ¡despiértate, ve a buscar al barbo; quiero ser semejante a Dios!

El marido estaba dormido todavía, pero se asustó de tal manera, que se cayó de la cama. Creyendo que había oído mal, se frotó los ojos y preguntó:

-¡Ah, mujer! ¿Qué dices?

-Marido mío, si no puedo mandar salir al Sol y a la Luna, y si es preciso que los vea salir sin orden mía, no podré descansar y no tendré una hora de tranquilidad, pues estaré siempre pensando en que no los puedo mandar salir.

Y al decir esto le miró con un ceño tan horrible, que sintió bañarse todo su cuerpo de un sudor frío.

-Ve al instante, quiero ser semejante a Dios.

-¡Ah, mujer! -dijo el marido arrojándose a sus pies; el barbo no puede hacer eso; ha podido muy bien hacerte reina y emperatriz, pero, te lo suplico, conténtate con ser emperatriz.

Entonces echó a llorar; sus cabellos volaron en desorden alrededor de su cabeza, despedazó su cinturón y dio a su marido un puntapié gritando:

-No puedo, no quiero contentarme con esto; marcha al instante.

El marido se vistió rápidamente y echó a correr, como un insensato.

Pero la tempestad se había desencadenado y rugía furiosa; las casas y los árboles se movían; pedazos de roca rodaban por el mar, y el cielo estaba negro como la pez; tronaba, relampagueaba y el mar levantaba olas negras tan altas como campanarios y montañas, y todas llevaban en su cima una corona blanca de espuma. Púsose a gritar, pues apenas podía oírse él mismo sus propias palabras:


Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.


-¿Qué quieres tú, amigo? -dijo el barbo.

-¡Ah, contestó, quiere ser semejante a Dios!

-Vuelve y la encontrarás en la choza.

Y a estas horas viven allí todavía.

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LA BELLA DURMIENTE

Érase una vez una reina que dio a luz una niña muy hermosa. Al bautismo invitó a todas las hadas de su reino, pero se olvidó, desgraciadamente, de invitar a la más malvada. A pesar de ello, esta hada maligna se presentó igualmente al castillo y, al pasar por delante de la cuna de la pequeña, dijo despechada: "¡A los dieciséis años te pincharás con un huso y morirás!" Un hada buena que había cerca, al oír el maleficio, pronunció un encantamiento a fin de mitigar la terrible condena: al pincharse en vez de morir, la muchacha permanecería dormida durante cien años y solo el beso de un joven príncipe la despertaría de su profundo sueño.
Pasaron los años y la princesita se convirtió en la muchacha más hermosa del reino. El rey había ordenado quemar todos los husos del castillo para que la princesa no pudiera pincharse con ninguno. No obstante, el día que cumplía los dieciséis años, la princesa acudió a un lugar del castillo que todos creían deshabitado, y donde una vieja sirvienta, desconocedora de la prohibición del rey, estaba hilando. Por curiosidad, la muchacha le pidió a la mujer que le dejara probar.
- No es fácil hilar la lana, - le dijo la sirvienta -. Mas si tienes paciencia te enseñaré.
La maldición del hada malvada estaba a punto de concretarse. La princesa se pinchó con un huso y cayó fulminada al suelo como muerta. Médicos y magos fueron llamados a consulta. Sin embargo, ninguno logró vencer el maleficio. El hada buena sabedora de lo ocurrido, corrió a palacio para consolar a su amiga la reina. La encontró llorando junto a la cama llena de flores donde estaba tendida la princesa.
- ¡No morirá! ¡Puedes estar segura! - la consoló -. Sólo que por cien años ella dormirá.
La reina, hecha un mar de lágrimas, exclamó:
- ¡Oh, si yo pudiera dormir!
Entonces, el hada buena pensó:
- Si con un encantamiento se durmieran todos, la princesa, al despertar encontraría a todos sus seres queridos a su lado.
La varita dorada del hada se alzó y trazó en el aire una espiral mágica. Al instante todos los habitantes del castillo se durmieron.
- ¡Dormid tranquilos! Volveré dentro de cien años para vuestro despertar. - dijo el hada echando un último vistazo al castillo, ahora inmerso en un profundo sueño -.
En el castillo todo había enmudecido, nada se movía con vida. Péndulos y relojes repiquetearon hasta que su cuerda se acabó. El tiempo parecía haberse detenido realmente. Alrededor del castillo, sumergido en el sueño, empezó a crecer como por encanto, un extraño y frondoso bosque con plantas trepadoras que lo rodeaban como una barrera impenetrable. En el transcurso del tiempo, el castillo quedó oculto con la maleza y fue olvidado de todo el mundo. Pero al término del siglo, un príncipe, que perseguía a un jabalí, llegó hasta sus alrededores. El animal herido, para salvarse de su perseguidor, no halló mejor escondite que la espesura de los zarzales que rodeaban el castillo. El príncipe descendió de su caballo y, con su espada, intentó abrirse camino. Avanzaba lentamente porque la maraña era muy densa. Descorazonado, estaba a punto de retroceder cuando, al apartar una rama, vio...
Siguió avanzando hasta llegar al castillo. El puente levadizo estaba bajado. Llevando al caballo sujeto por las riendas, entró, y cuando vio a todos los habitantes tendidos en las escaleras, en los pasillos, en el patio, pensó con horror que estaban muertos, Luego se tranquilizó al comprobar que solo estaban dormidos.
- ¡Despertad! ¡Despertad!", - chilló una y otra vez, pero en vano -.
Cada vez más extrañado, se adentró en el castillo hasta llegar a la habitación donde dormía la princesa. Durante mucho rato contempló aquel rostro sereno, lleno de paz y belleza; sintió nacer en su corazón el amor que siempre había esperado en vano. Emocionado, se acercó a ella, tomó la mano de la muchacha y delicadamente la besó... Con aquel beso, de pronto la muchacha se desesperezó y abrió los ojos, despertando del larguísimo sueño. Al ver frente a sí al príncipe, murmuró:
- ¡Por fin habéis llegado! En mis sueños acariciaba este momento tanto tiempo esperado.
El encantamiento se había roto. La princesa se levantó y tendió su mano al príncipe. En aquel momento todo el castillo despertó. Todos se levantaron, mirándose sorprendidos y diciéndose qué era lo que había sucedido. Al darse cuenta, corrieron locos de alegría junto a la princesa, más hermosa y feliz que nunca. Al cabo de unos días, el castillo, hasta entonces inmerso en el silencio, se llenó de cantos, de música y de alegres risas con motivo de la boda.

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EL LOBO Y LOS SIETE CABRITOS

Era una cabra que tenía siete cabritos. Un día llamó a sus hijos y les dijo:
- Voy al bosque a buscar comida para vosotros. No abráis la puerta a nadie. Tened cuidado con el lobo; tiene la voz ronca y las patas negras. Es malo y querrá engañaros.
Los cabritos prometieron no abrir a nadie y la cabra salió. Al poco rato llamaron:
- ¡Tan! ¡Tan! Abrid, hijos míos, que soy vuestra madre.
- No. No queremos abrirte. Tienes la voz muy ronca. Tú no eres nuestra madre, eres el lobo.
El lobo se marchó enfadado, pero no dijo nada. Fue a un corral y se comió una docena de huevos crudos para que se le afinara la voz. Volvió a casa de los cabritos y llamó.
- ¡Tan! ¡Tan! Abrid, hijos míos, que soy vuestra madre - dijo con una voz muy fina.
- Enséñanos la pata.
El lobo levantó la pata y los cabritos al verla dijeron:
-No. No queremos abrirte. Tienes la pata negra. Nuestra madre la tiene blanca. Eres el lobo.
El lobo se marchó furioso, pero tampoco dijo nada, fue al molino metió la pata en un saco de harina y volvió a casa de los cabritos.
- ¡Tan! ¡Tan¡ Abrid hijos míos, que soy vuestra madre.
Los cabritos gritaron:
- Enséñanos primero la pata.
El lobo levantó la pata y cuando vieron que era blanca, como la de su madre, abrieron la puerta. Al ver al lobo corrieron a esconderse, muy asustados. Pero el lobo, que era más fuerte, se abalanzó sobre ellos y se los fue tragando a todos de un bocado. A todos, menos al más chiquitín que se metió en la caja del reloj y no lo encontró.
Cuando la cabra llegó a casa vio la puerta abierta. Entró y todas las cosas estaban revueltas y tiradas por el suelo. Empezó a llamar a sus hijos y a buscarlos, pero no los encontró por ninguna parte. De pronto salió el chiquitín de su escondite y le contó a su madre que el lobo había engañado a sus hermanos y se los había comido. La cabra cogió unas tijeras, hilo y aguja, y salió de casa llorando. El cabrito chiquitín la seguía.
Cuando llegaron al prado vieron al lobo tumbado a la orilla del río. Estaba dormido y roncaba. La cabra se acercó despacio y vio que tenía la barriga muy abultada. Sacó las tijeras y se la abrió de arriba abajo. Los cabritos salieron saltando. En seguida, la cabra cogió piedras y volvió a llenar la barriga del lobo. Después la cosió con la aguja y el hilo. Y cogiendo a sus hijos marchó a casa con ellos, muy de prisa, para llegar antes de que se despertase el lobo.
Cuando el lobo se despertó tenía mucha sed y se levantó para beber agua. Pero las piedras le pesaban tanto que rodó y, cayéndose al río, se ahogó.

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CAPERUCITA ROJA

Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.

Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el lobo.

Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pájaros, las ardillas...

De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella.

- ¿A dónde vas, niña? - le preguntó el lobo con su voz ronca.

- A casa de mi Abuelita - le dijo Caperucita.

- No está lejos - pensó el lobo para sí, dándose media vuelta.

Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores: - El lobo se ha ido -pensó-, no tengo nada que temer. La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles.

Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la puerta y la anciana le abrió pensando que era Caperucita. Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del lobo.

El lobo devoró a la Abuelita y se puso el gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo que esperar mucho, pues Caperucita Roja llegó enseguida, toda contenta. La niña se acercó a la cama y vio que su abuela estaba muy cambiada.

- Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!

- Son para verte mejor - dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela.

- Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!

- Son para oírte mejor - siguió diciendo el lobo.

- Abuelita, abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes!

- Son para...¡comerte mejoooor! - y diciendo esto, el lobo malvado se abalanzó sobre la niñita y la devoró, lo mismo que había hecho con la abuelita.

Mientras tanto, el cazador se había quedado preocupado y creyendo adivinar las malas intenciones del lobo, decidió echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa de la Abuelita. Pidió ayuda a un serrador y los dos juntos llegaron al lugar. Vieron la puerta de la casa abierta y al lobo tumbado en la cama, dormido de tan harto que estaba.

El cazador sacó su cuchillo y rajó el vientre del lobo. La Abuelita y Caperucita estaban allí, ¡vivas!.

Para castigar al lobo malo, el cazador le llenó el vientre de piedras y luego lo volvió a cerrar. Cuando el lobo despertó de su pesado sueño, sintió muchísima sed y se dirigió a un estanque próximo para beber. Como las piedras pesaban mucho, cayó en el estanque de cabeza y se ahogó.

En cuanto a Caperucita y su abuela, no sufrieron más que un gran susto, pero Caperucita Roja había aprendido la lección. Prometió a su Abuelita no hablar con ningún desconocido que se encontrara en el camino. De ahora en adelante, seguiría las juiciosas recomendaciones de su Abuelita y de su Mamá.

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EL ERIZO Y EL ESPOSO DE LA LIEBRE

Un domingo por la mañana, cerca de la época de la cosecha, un erizo se dirigía al campo para vigilar sus nabos cuando observó al esposo de la liebre que había salido a la misma clase de negocios, esto es, a visitar sus repollos.
Cuando el erizo vio al esposo de la liebre, lo saludó amigablemente con un buenos días. Pero el esposo de la liebre, que en su propio concepto era un distinguido caballero, espantosamente arrogante no devolvió el saludo al erizo, pero sí le dijo, asumiendo al mismo tiempo un modo muy despectivo:
- ¿Cómo se te ocurre estar corriendo aquí en el campo tan temprano por la mañana?
- Estoy dando un paseo - dijo el erizo -.
- ¡Un paseo! - dijo el esposo de la liebre con una sonrisa burlona -. Me parece que deberías usar tus piernas para un motivo mejor.
Esa respuesta puso al erizo furioso, porque él podría soportar cualquier otra cosa, pero no un ataque a sus piernas, ya que por naturaleza son torcidas. Así que el erizo le dijo al esposo de la liebre:
- Tú pareces imaginar que puedes hacer más con tus piernas que yo con las mías.
- Exactamente eso es lo que pienso - dijo el esposo de la liebre -.
- Eso hay que ponerlo a prueba - contestó el erizo -. Yo apuesto que si hacemos una carrera, te gano.
- ¡Eso es ridículo! - replicó el esposo de la liebre -. ¡Tú con esas patitas tan cortas!. Pero por mi parte estoy dispuesto, si tú tienes tanto interés en eso. ¿Y qué apostamos?
- Una moneda de oro y una botella de brandy - dijo el erizo -.
- ¡Hecho! - contestó el esposo de la liebre -. ¡Choque esa mano, y podemos empezar de inmediato!
- ¡Oh, oh! - dijo el erizo -, ¡no hay tanta prisa! Yo todavía no he desayunado. Iré primero a casa, tomaré un pequeño desayuno y en media hora estaré de regreso en este mismo lugar.
Acordado eso, el erizo se retiró, y el esposo de la liebre quedó satisfecho con el trato. En el camino, el erizo pensó para sí:
- El esposo de la liebre se basa en sus piernas largas, pero yo buscaré la forma de aprovecharme lo mejor posible de él. Él es muy grande, pero es un tipo muy ingenuo, y va a pagar por lo que ha dicho.

Así, cuando el erizo llegó a su casa, le dijo a su esposa:
- Esposa, vístete rápido igual que yo, debes ir al campo conmigo.
- ¿Qué sucede? - dijo ella -.
- He hecho una apuesta con el esposo de la liebre, por una moneda de oro y una botella de brandy. Voy a hacer una carrera con él, y tú debes estar presente - contestó el erizo -.
- ¡Santo Dios, esposo mío! - gritó ahora la esposa -, ¡no estás bien de la cabeza, has perdido completamente el buen juicio! ¿Qué te ha hecho querer tener una carrera con el esposo de la liebre?
- ¡Cálmate! - dijo el erizo -. Es asunto mío. Vístete como yo y ven conmigo.
¿Que podría la esposa del erizo hacer? Ella se vio obligada a obedecerle, le gustara o no. Cuando iban juntos de camino, el erizo le dijo a su esposa:
- Ahora pon atención a lo que voy a decir. Mira, yo voy a hacer del largo campo la ruta de nuestra carrera. El esposo de la liebre correrá en un surco y yo en otro, y empezaremos a correr desde la parte alta. Ahora, todo lo que tú tienes que hacer es pararte aquí abajo en el surco, y cuando el esposo de la liebre llegue al final del surco, al lado contrario tuyo, debes gritarle: "Ya estoy aquí".
Y llegaron al campo, y el erizo le mostró el sitio a su esposa, y él subió a la parte alta. Cuando llegó allí, el esposo de la liebre estaba ya esperando.
- ¿Empezamos? - dijo el esposo de la liebre -.
- Seguro - dijo el erizo -.
Y diciéndolo, se colocaron en sus posiciones. El erizo contó:
- ¡Uno, dos, tres, fuera!
Y se dejaron ir cuesta abajo cómo bólidos. Sin embargo, el erizo sólo corrió unos diez pasos y paró, y se quedó quieto en ese lugar. Cuando el esposo de la liebre llegó a toda carrera a la parte baja del campo, la esposa del erizo le gritó:
- ¡Ya estoy aquí!
El esposo de la liebre quedó pasmado y no entendía un ápice. El esposo de la liebre, sin embargo, gritó:
- ¡Debemos correr de nuevo, hagámoslo de nuevo!
Y una vez más salió raudo como el viento en una tormenta, y parecía volar. Pero la esposa del erizo se quedó muy quietecita en el lugar donde estaba. Así que cuando el esposo de la liebre llegó a la cumbre del campo, el erizo le gritó:
- ¡Ya estoy aquí!
El esposo de la liebre, ya bien molesto consigo mismo, gritó:
- ¡Debemos correr de nuevo, hagámoslo de nuevo!
- Muy bien - contestó el erizo -, por mi parte correré cuantas veces quieras.
Así que el esposo de la liebre corrió setenta y tres veces más, y el erizo siempre ganaba, y cada vez que llegaba arriba o abajo, el erizo o su esposa, le gritaban:
- ¡Ya estoy aquí!
En la carrera setenta y cuatro, sin embargo, el esposo de la liebre no pudo llegar al final. A medio camino del recorrido cayó desmayado al suelo, todo sudoroso y con agitada respiración. Y así el erizo tomó la moneda de oro y la botella de brandy que se había ganado. Llamó a su esposa y ambos regresaron a su casa juntos con gran deleite. Y cuentan que luego tuvo que ir la señora liebre a recoger a su marido y llevarlo en hombros a su casa para que se recuperara.
El marido de la liebre nunca más volvió a burlarse del erizo.

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BLANCANIEVES Y LOS SIETE ENANITOS

En un país muy lejano vivía una bella princesa llamada Blancanieves, que tenía una madrastra, la Reina, muy vanidosa.
La madrastra preguntaba a su espejo mágico:
- Espejito, espejito, di, ¿quién es la más bella de todas las mujeres?
Y el espejo contestaba :
- Tú eres, oh Reina, la más bella de todas las mujeres.
Y fueron pasando los años. Un día la Reina preguntó, como siempre, a su espejo mágico:
- Espejito, espejito, di, ¿Quién es la más bella de todas las mujeres?
Pero esta vez el espejo contestó:
- La más bella es Blancanieves.
Entonces la Reina, llena de ira y de envidia, buscó un cazador y le ordenó:
- Llévate a Blancanieves al bosque, mátala y como prueba de haber realizado mi encargo, tráeme en este cofre su corazón.
El cazador llevó a cabo el encargo, pero cuando llegaron al bosque, sintió lástima por la inocente joven y la dejó huir, sustituyendo su corazón por el de un jabalí.
Blancanieves, al verse sola, sintió miedo y lloró. Llorando y caminando pasó la noche, hasta que, al amanecer, llegó a un claro en el bosque y descubrió allí una casa preciosa.
Entró sin dudarlo. Los muebles eran pequeñísimos y, sobre la mesa, había siete platillos y siete cubiertos diminutos. Subió a una habitación, que estaba ocupada por siete camitas. La pobre Blancanieves, agotada después de caminar toda la noche por el bosque, juntó todas las camitas y al momento se quedó dormida.
Por la tarde llegaron los propietarios de la casa, siete enanos que trabajaban en unas minas y que se admiraron al descubrir a Blancanieves. Entonces ella les explicó su triste historia. Los enanos suplicaron a la niña que se quedase con ellos y Blancanieves aceptó, se quedó en vivir con ellos y todos eran felices.
Mientras tanto, en palacio, la Reina volvió a preguntar al espejo:
- Espejito, espejito, ¿quien es ahora la más bella?
- Sigue siendo Blancanieves, que ahora vive en el bosque en casa de los enanos.
Furiosa y vengativa como era, la cruel madrastra se disfrazó de inocente viejecita y se dirigió hacia la casita del bosque.
Blancanieves estaba sola, porque los enanos estaban trabajando en la mina. La malvada Reina ofreció a la niña una manzana envenenada y cuando Blancanieves le dio el primer mordisco, cayó desmayada.
Al volver, ya de noche, los enanos a su casa, encontraron a Blancanieves tumbada en el suelo, pálida y quieta, creyeron que había muerto y le construyeron una urna de cristal para que todos los animales del bosque se pudiesen despedir.
En aquél momento apareció un príncipe montado sobre un majestuoso caballo y sólo con contemplar a Blancanieves quedó enamorado de ella. Quiso despedirse besándola y de repente, Blancanieves volvió a la vida, porque el beso de amor que le había hecho el príncipe rompió el encantamiento de la malvada Reina.
Blancanieves se casó con el príncipe y expulsaron a la cruel Reina. Y desde entonces todos vivieron felices para siempre.

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