Quinto Horacio Flaco 

EL PLACER QUE ACOMPAÑA AL TRABAJO...

El placer que acompaña al trabajo pone en olvido a la fatiga.

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A LIGURINO

¡Oh joven cruel y orgulloso con los favores de Venus! Cuando el vello naciente venga a castigar tu presunción, cuando vuelen de tu cabeza esos cabellos que ahora te caen sobre los hombros, y ese color purpúreo, que aventaja al de las rosas de Libia, desaparezca, Ligurino, bajo una espesa barba, cuantas veces te mires al espejo tan otro del que fuiste, exclamarás: «¡Ah, ¿por qué no pensé de joven como ahora?; ¿por qué con estos pensamientos no vuelve la frescura a mis mejillas?»

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A LEUCÓNOE

No indagues, Leucónoe (no es lícito saberlo), qué fin reservan los dioses a tu vida y la mía, ni combines los números mágicos. Mejor será que te resignes a los decretos del hado, sea que Júpiter te conceda vivir muchos años, sea éste el último en que ves romperse las olas del Tirreno contra los escollos opuestos a su furor. Sé prudente, bebe buen vino y reduce las largas esperanzas al espacio breve de la existencia. Mientras hablamos, huye la hora envidiada. Aprovecha el día, no confíes en el mañana.

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DIÁLOGO ENTRE HORACIO Y LIDIA

HORACIO.– Cuando tú me amabas y ningún rival poderoso oprimía tu cuello con sus brazos, me sentía más feliz que el rey de los persas.
LIDIA.– Cuando no ardías más por otra y Lidia no reinaba en tu corazón después de Cloe, la fama de Lidia llegó a ser más ilustre que la de la romana Ilia.
HORACIO.– Ahora me domina Cloe de Tracia, que a su voz dulcísima reúne el arte de pulsar ta cítara, y por ella no temería morir si los hados perdonasen su vida, que me es tan adorable.
LIDIA.– Calais, el hijo de Órnito de Turio, me abrasa en su propia llama, por quien sufriría dos veces la muerte si así lograba que el destino respetase a joven de mí tan querido
HORAClO.– ¿Y si vuelve el amor que antes nos profesábamos y sujeta con férreos lazos nuestros corazones?' ¿Y si doy alolvido a la rubia Cloe y abro mi puerta a Lidia, a quien rechacé?
LIDIA.– Aunque mi amante es más hermoso que un astro y tú más ligero que el corcho y más iracundo que el oleaje del Adriático, seré feliz en tu compañía, y moriré gozosa contigo.

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A MECENAS

Beberás en pequeños vasos el vino común de la Sabina, que yo mismo guardé en el ánfora griega, cuando recibiste en el teatro, querido caballero Mecenas, los aplausos estruendosos que resonaron en las orillas del patrio Tíber e hicieron repetir tus alabanzas a los ecos del monte Vaticano.
Tú bebes el Cécubo y el licor de la uva prensada en Cales; pero el vino Falerno y el de los collados de Formio nunca corrigen la aspereza del que llena mis copas.

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EN EL AMOR HAY DOS MALES...

En el amor hay dos males: la guerra y la paz.

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A DIANA Y APOLO

Tiernas doncellas, cantad a Diana; mancebos, cantad a Apolo [al Cintio], el de los largos cabellos, y a Latona, tan tiernamente amada por el supremo Jove.
Ensalzad vosotras a la diosa que se recrea en las márgenes de los ríos y las sombras de los bosques, que pueblan las heladas cumbres del Álgido y las obscuras selvas del Erimanto o el Crago cubierto de verdor.
Vosotros, jóvenes, entonad las alabanzas del Tempe y la isla de Delos, patria de Apolo, que adorna sus hombros con la aljaba y la lira presente de su hermano.
Él azotará a los persas y britanos con el hambre cruel, la peste y la guerra, que hace verter tantas lágrimas, apartando sus estragos, movido por nuestras preces, del pueblo romano y su príncipe César [Augusto].

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LA VIRTUD DE LOS PADRES ES...

La virtud de los padres es una gran dote.

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A LIDIA

Por todos los dioses te lo ruego, dime, Lidia, ¿por qué precipitas con tu amor la ruina de Síbaris? ¿Por qué odia ya el campo de Marte, donde sufrió mil veces las molestias del polvo y el sol? ¿Por qué no cabalga esforzado entre sus compañeros, ni reprime la fogosidad del bridón galo con el freno de dientes de lobo?¿Por qué teme cruzar las rojas ondas del Tíber, y el aceite de los atletas le infunde más horror que el veneno de las víboras? ¿Por qué no muestra en sus brazos las señales lívidas de las armas, ni se gloría de arrojar el disco o el venablo más allá del término señalado?¿Por qué se esconde como el hijo de la marina Tetis, según es fama, antes de la ruina lastimosa de Troya, para no lanzarse, vistiendo la armadura, a la matanza contra las falanges de Licia?

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A CÉSAR AUGUSTO

Ya el padre de los dioses envió a la tierra bastante nieve y asolador granizo, y su encendida diestra, vibrando el rayo contra los sagrados templos, llenó de espanto a Roma y puso terror en el orbe de que volviese el funesto siglo de Pirra con sus monstruosos portentos; cuando Proteo condujo sus rebaños a las cimas de los montes, los peces quedaron suspendidos de las copas de los olmos, donde antes se recogían las palomas, y los tímidos gamos nadaron sobre el mar extendido por la campiña.
Vimos el rojo Tíber, rebatidas con fragor sus ondas en el litoral etrusco, lanzarse a destruir el monumento del rey Numa con el templo de Vesta; y orgulloso de ser el vengador de su desolada esposa IIía, desbordarse por la siniestra ribera sin la aprobación
de Jove.
Muy pocos jóvenes oirán las guerras provocadas por los delitos de sus padres, y sabrán que los ciudadanos aguzaron contra sí mismos el hierro forjado para aniquilar a los temibles persas.
¿A qué dios invocará el pueblo en la ruina del Imperio? ¿Con qué preces ablandarán las púdicas doncellas a Vesta, sorda a sus clamores? ¿A quién dará Júpiter la misión de expiar tan horrendo crimen?
Apolo, dios de los augurios, te rogamos que nos asistas, velando tus hombros en candida nube; o si te place más, llega tú, sonriente Venus, en cuyo torno revolotean los Juegos y Cupido; o tú, si miras aún con ojos propicios la suerte del pueblo menospreciado y sus descendientes, padre de Ia ciudad, a quien entusiasma el clamoreo bélico, los cascos relucientes y el aspecto feroz del mauritano frente a su enemigo cubierto de sangre; poned pronto término a nuestras discordias.
O mejor tú, alado hijo de la venerable Maya, si pretendes tomar en la tierra la figura de un heroico joven, y que te llamen todos el vengador de César.
Ojalá retrases tu vuelta a los cielos, y permanezcas gozoso largo tiempo con el pueblo de Quirino, sin que huyas en alas del viento, ofendido por nuestras culpas.
Aquí anheles conquistar solemnes triunfos y ser llamado príncipe y padre de la ciudad; y no toleres que, siendo César nuestro caudillo, cabalgue impunemente el medo por dondequiera.

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