10 Poemas de José Zorrilla 

AY DEL TRISTE...

¡Ay del triste que consume
su existencia en esperar!
¡Ay del triste que presume
que el duelo con que él se abrume
al ausente ha de pesar!

La esperanza es de los cielos
precioso y funesto don,
pues los amantes desvelos
cambian la esperanza en celos.
que abrasan el corazón.

Si es cierto lo que se espera,
es un consuelo en verdad;
pero siendo una quimera,
en tan frágil realidad
quien espera desespera.

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A MI HIJA

Por cima de la montaña
que nos sirve de frontera,
te envía un alma sincera
un beso y una canción;
tómalos; que desde España
han de ir a dar, vida mía,
en tu alma mi poesía,
mi beso en tu corazón.

Tu padre, tras la montaña
que para ambos no es frontera,
lleva la amistad sincera
del autor de esta canción.
Recibe, pues, desde España
beso y cantar, vida mía,
en tu alma la poesía
y el beso en el corazón.

Si un día de esa montaña
paso o pasas la frontera,
verás el alma sincera
de quien te hace esta canción,
que la hidalguía de España
es quien sabe, vida mía,
dar al alma poesía
y besos al corazón.

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CON EL HIRVIENTE RESOPLIDO MOJA

Con el hirviente resoplido moja
el ronco toro la tostada arena,
la vista en el jinete ata y serena,
ancho espacio buscando el asta roja.

Su arranque audaz a recibir se arroja,
pálida de valor la faz morena,
e hincha en la frente la robusta vena
el picador, a quien el tiempo enoja.

Duda la fiera, el español la llama;
sacude el toro la enastada frente,
la tierra escarba, sopla y desparrama;

le obliga el hombre, parte de repente,
y herido en la cerviz, húyele y brama,
y en grito universal rompe la gente.

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APARTA DE TUS OJOS...

Aparta de tus ojos la nube perfumada
que el resplandor nos vela que tu semblante da,
y tiéndenos, María, tu maternal mirada,
donde la paz, la vida y el páramo está.

Tú, bálsamo de mirra; Tú, cáliz de pureza;
Tú, flor de paraíso y de los astros luz,
escudo sé y amparo de la mortal flaqueza
por la Divina Sangre del que murió en la Cruz.

Tú eres, oh María!, un faro de esperanza
que brilla de la vida junto al revuelto mar,
y hacia tu luz bendita desfallecido avanza
el náufrago que anhela en el Edén tocar.

Impela, oh Madre augusta!, tu soplo soberano
la destrozada vela de mi infeliz batel;
enséñale su rumbo con compasiva mano,
no dejes que se pierda mi corazón en él.

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A ESPAÑA ARTÍSTICA

¡Torpe, mezquina y miserable España,
Cuyo suelo, alfombrado de memorias,
Se va sorbiendo de sus propias glorias
Lo poco que ha de cada ilustre hazaña:

Traidor y amigo sin pudor te engaña,
Se compran tus tesoros con escorias,
Tus monumentos ¡ay! y tus historias,
Vendidos llevan a la tierra extraña.

¡Maldita seas, patria de valientes,
Que por premio te das a quien más pueda
Por no mover los brazos indolentes!

¡Sí, venid ¡voto a Dios! por lo que queda,
Extranjeros rapaces, que insolentes
Habéis hecho de España una almoneda!

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CRISTO LEGISLADOR

Cristo, legislador, no escribió nada;
ni papiro dejó ni un pergamino:
quedó tras Él su espíritu divino,
su fe con su memoria inmaculada.

Cristo, rey, no empuñó cetro ni espada;
en el polvo sembró de su camino
de su fe la semilla; a su destino
dejándola y al tiempo encomendada.

Germen de amor, de paz, de fe y cariño,
culto del alma, religión interna,
de fausto exenta y de mundano aliño,

la propagó el amor, la amistad tierna,
la fe del pobre, la mujer y el niño:
y por eso es veraz, única, eterna.

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A BUEN JUEZ, MEJOR TESTIGO

I
Entre pardos nubarrones
pasando la blanca luna
con resplandor fugitivo,
la baja tierra no alumbra.
La brisa con frescas alas
juguetona no murmura,
y las veletas no giran
entre la cruz y la cúpula.
Tal vez un pálido rayo
la opaca atmósfera cruza,
y unas en otras las sombras
confundidas se dibujan.
Las almenas de las torres
un momento se columbran
como lanzas de soldados
apostados en la altura.
Reverberan los cristales
la trémula llama turbia,
y un instante entre las rocas
ríela la fuente oculta.
Los álamos de la vega
parecen en la espesura
de fantasmas apiñados
medrosa y gigante turba;
y alguna vez desprendida
gotea pesada lluvia,
que no despierta a quien duerme,
ni a quien medita importuna.
Yace Toledo en el sueño
entre las sombras confusas,
y el Tajo a sus pies pasando
con pardas ondas la arrulla.
El monótono murmullo
sonar perdido se escucha,
cual si por las hondas calles
hirviera del mar la espuma.
¡Qué dulce es dormir en calma
cuando a lo lejos susurran
los álamos que se mecen,
las aguas que se derrumban!
Se sueñan bellos fantasmas
que el sueño del triste endulzan,
y en tanto que sueña el triste,
no le aqueja su amargura.
Tan en calma y tan sombría
como la noche que enluta
la esquina en que desemboca
una callejuela oculta,
se ve de un hombre que aguarda
la vigilante figura,
y tan a la sombra vela
que entre las sombras se ofusca.
Frente por frente a sus ojos
un balcón a poca altura
deja escapar por los vidrios
la luz que dentro le alumbra;
mas ni en el claro aposento,
ni en la callejuela oscura
el silencio de la noche
rumor sospechoso turba.
Pasó así tan largo tiempo
que pudiera haberse duda
de si es hombre, o solamente
mentida ilusión nocturna;
pero es hombre, y bien se ve,
porque con planta segura
ganando el centro a la calle
resuelto y audaz pregunta:
",Quién va?", y a corta distancia
el igual compás se escucha
de un caballo que sacude
las sonoras herraduras.
-"Quién va?" - repite, y cercana
otra voz menos robusta
responde : "Un hidalgo, ¡calle!"
Y el paso el bruto apresura.
-Téngase el hidalgo - el hombre
replica, y la espada empuña.
-Ved más bien si me haréis calle
-repusieron con mesura
que hasta hoy a nadie se tuvo
Ibán de Vargas y Acuña.
-Pase el Acuña y perdone
dijo el mozo en faz de fuga,
pues teniéndose el embozo
sopla un silbato, y se oculta.
Paró el jinete a una puerta,
y con precaución difusa salió
una niña al balcón
que llama interior alumbra.
"¡Mi padre!", clamó en voz baja
y el viejo en la cerradura metió
la llave pidiendo
a sus gentes que le acudan.
Un negro por ambas bridas
tomó la cabalgadura,
cerróse detrás la puerta
y quedó la calle muda.
En esto desde el balcón,
como quien tal acostumbra,
un mancebo por las rejas
de la calle se asegura.
Asió el brazo al que apostado
hizo cara a Ibán de Acuña,
y huyeron con el embozo
velando la catadura.


II
Clara, apacible y serena
pasa la siguiente tarde,
y el sol tocando a su ocaso
apaga su luz gigante:
se ve la imperial Toledo
dorada por los remates
como una ciudad de grana
coronada de cristales.
El Tajo por entre rocas
sus anchos cimientos lame,
dibujando en las arenas
las ondas con que las bate.
Y la ciudad se retrata
en las ondas desiguales,
como en prenda de que el río
tan afanoso la bañe.
A lo lejos en la vega
tiende galán por sus márgenes
de sus álamos y huertos
el pintoresco ropaje,
y porque su altiva gala
más que a los ojos halague,
la salpica con escombros
de castillos y de alcázares.
Un recuerdo es cada piedra
que toda una historia vale,
cada colina un secreto
de príncipes o galanes.
Aquí se bañó la hermosa
por quien dejó un rey culpable
amor, fama, reino y vida
en manos de musulmanes.
Allí recibió Galiana
a su receloso amante
en esa cuesta que entonces
era un plantel Me azahares.
Allá por aquella torre
que hicieron puerta los árabes
subió el Cid sobre Babieca
con su gente y su estandarte.
Más lejos se ve al castillo
de San Servando o Cervantes,
donde nada se hizo nunca
y nada al presente se hace.
A este lado está la almena
por do sacó vigilante
el conde don Peranzules
al rey, que supo una tarde
fingir tan tenaz modorra
que político y constante,
tuvo siempre el brazo quedo
las palmas al horadarle.
Allí está el circo romano,
gran cifra de un pueblo grande,
y aquí la antigua basílica
de bizantinos pilares,
que oyó en el primer concilio
las palabras de los padres
que velaron por la Iglesia
perseguida o vacilante.
La sombra en este momento
tiende sus turbios cendales
por todas esas memorias
de las pasadas edades,
y del Cambrón y Visagra
los caminos desiguales,
camino a los toledanos
hacia las murallas abren.
Los labradores se acercan
al fuego de sus hogares,
cargados con sus aperos,
cansados de sus afanes.
Los ricos y sedentarios
se tornan con paso grave
calado el ancho sombrero,
abrochados los gabanes,
y los clérigos y monjes
y los prelados y abades
sacudiendo el leve polvo
de capelos y sayales.
Quédase solo un mancebo
de impetuosos ademanes
que se pasea ocultando
entre la capa el semblante.
Los que pasan le contemplan
con decisión de evitarle,
y él contempla a los que pasan
como si a alguien aguardase.
Los tímidos aceleran
los pasos al divisarle,
cual temiendo de seguro
que les proponga un combate ;
y los valientes le miran
cual si sintieran dejarle
sin que libres sus estoques,
en riña sonora dancen.
Una mujer también sola
se viene el llano adelante
la luz del rostro escondida
en tocas y tafetanes.
Mas en lo leve del paso
y en lo flexible del talle
puede a través de los velos
una hermosa adivinarse.
Vase derecha al que aguarda
y él al encuentro la sale
diciendo... cuanto se dicen
en las citas los amantes.
Mas ella galanterías
dejando severa aparte,
así al mancebo interrumpe
en voz decisiva y grave:
-Abreviemos de razones,
Diego Martínez ; mi padre,
que un hombre ha entrado en su ausencia
dentro mi aposento sabe;
y así quien mancha mi honra
con la suya me la lave ;
o dadme mano de esposo,
o libre de vos dejadme
Miróla Diego Martínez
atentamente un instante,
y echando a un lado el embozo,
repuso palabras tales:
-Dentro de un mes, Inés mía,
parto a la guerra de Flandes;
al año estaré de vuelta
y contigo en los altares.
Honra que yo te deduzca
con honra mía se lave,
que por honra vuelven honra
hidalgos que en honra nacen.
-Júralo - exclamó la niña.
-Más que mi palabra. vale
no te valdrá un juramento.
-Diego, la palabra es aire.
-¡Vive Dios que estás tenaz!
Dalo por jurado y baste.
-No me basta, que olvidar
puedes la palabra en Flandes.
-¡Voto a Dios!, ¿qué más pretendes?
-Que a los pies de aquella imagen
lo jures como cristiano
del santo Cristo delante.
Vaciló un poco Martínez,
mas porfiando que jurase
llevólo Inés hacia el templo
que en medio de la vega yace.
Enclavado en un madero,
en duro y postrero trance,
ceñida la sien de espinas,
descolorido el semblante,
víase allí un crucifijo
teñido de negra sangre,
a quien Toledo devota
acude hoy en sus azares.
Ante sus plantas divinas
llegaron ambos amantes,
y haciendo Inés que Martínez
los sagrados pies tocase,
preguntóle
-Diego, ¿juras
a tu vuelta desposarme?
Contestó el mozo
-¡ Sí, juro!
Y ambos del templo se salen.


III
Pasó un día y otro día,
un mes y otro mes pasó
y un año pasado había;
mas de Flandes no volvía
Diego, que a Flandes partió.
Lloraba la bella Inés
su vuelta aguardando en vano;
oraba un mes y otro mes
del crucifijo a los pies
do puso el galán su mano.
Todas las tardes venía
después de traspuesto el sol,
y a Dios llorando pedía
la vuelta del español,
y el español no volvía.
Y siempre al anochecer,
sin dueña y sin escudero,
en un manto una mujer
el campo salía a ver
al alto del Miradero.
¡Ay del triste que consume
su existencia en esperar!
¡Ay del triste que presume
que el duelo con que él se abrume
al ausente ha de pesar!
La esperanza es de los cielos
precioso y funesto don,
pues los amantes desvelos
cambian la esperanza en celos,
que abrasan el corazón.
Si es cierto lo que se espera,
es un consuelo en verdad,
pero siendo una quimera,
en tan frágil realidad
quien espera desespera.
Así Inés desesperaba
sin acabar de esperar,
y su tez se marchitaba,
y su llanto se secaba
para volver a brotar.
En vano a su confesor
pidió remedio o consejo
para aliviar su dolor;
que mal se cura el amor
con las palabras de un viejo.
En vano a Ibán acudía,
llorosa y desconsolada,
el padre no respondía,
que la lengua le tenía
su propia deshonra atada.
Y ambos maldicen su estrella,
callando el padre severo
y suspirando la bella,
porque nació mujer ella,
y el viejo nació altanero.
Dos años al fin pasaron
en esperar y gemir,
y las guerras acabaron,
y los de Flandes tornaron
a sus tierras a vivir.
Pasó un día y otro día,
un mes y otro mes pasó,
y el tercer año corría;
Diego a Flandes se partió,
mas de Flandes no volvía.
Era una tarde serena;
doraba el sol de Occidente
del Tajo la vega amena,
y apoyada en una almena
miraba Inés la corriente.
Iban las tranquilas olas
las riberas azotando
bajo las murallas solas,
musgo, espigas y amapolas
ligeramente doblando.
Algún olmo que escondido
creció entre la yerba blanda,
sobre las aguas tendido
se reflejaba perdido
en su cristalina banda.
Y algún ruiseñor colgado
entre su fresca espesura
daba al aire embalsamado
su cántico regalado
desde la enramada oscura.
Y algún pez con cien colores,
tornasolada la escama,
saltaba a besar las flores
que exhalan gratos olores
a las puntas de una rama.
Y allá en el trémulo fondo
el torreón se dibuja
como el contorno redondo
del hueco sombrío y hondo
que habita nocturna bruja.
Así la niña lloraba
el rigor de su fortuna,
y así la tarde pasaba
y al horizonte trepaba
la consoladora luna.
A lo lejos por el llano
en confuso remolino,
vio de hombres tropel lejano
que en pardo polvo liviano
dejan envuelto el camino.
Bajó Inés del torreón,
y llegando recelosa
a las puertas del Cambrón,
sintió latir zozobrosa,
más inquieto el corazón.
Tan galán como altanero
dejó ver la escasa luz
por bajo el arco primero
un hidalgo caballero
en un caballo andaluz.
Jubón negro acuchillado,
banda azul, lazo en la hombrera,
y sin pluma al diestro lado
el sombrero derribado
tocando con la gorguera.
bombacho gris guarnecido,
bota de ante, espuela de oro,
hierro al cinto suspendido,
y a una cadena prendido,
agudo cuchillo moro.
Vienen tras este jinete,
sobre potros jerezanos,
de lanceros hasta siete,
y en la adarga y coselete
diez peones castellanos.
Asióse a su estribo Inés,
gritando: "¿Diego, eres tú?"
Y él, viéndola de través,
dijo: "¡Voto a Belcebú,
que no me acuerdo quién es!"
Dio la triste un alarido
tal respuesta al escuchar,
y a poco perdió el sentido
sin que más voz ni gemido
volviera en tierra a exhalar..
Frunciendo ambas a dos cejas,
encomendóla a su gente
diciendo: "¡Malditas viejas
que a las mozas malamente
enloquecen con consejas!"
Y aplicando el capitán
a su potro las espuelas,
el rostro a Toledo dan,
y a trote cruzando van
las oscuras callejuelas.


IV
Así por sus altos fines
dispone y permite el cielo
que puedan mudar al hombre
fortuna, poder y tiempo.
A Flandes partió Martínez
de soldado aventurero,
y por su suerte y hazañas
allí capitán le hicieron.
Según alzaba en honores
alzábase en pensamientos,
y tanto ayudó en la guerra
con su valor y altos hechos,
que el mismo rey a su vuelta
le armó en Madrid caballero,
tomándole a su servicio
por capitán de lanceros.
Y otro no fue que Martínez,
quien ha poco entró en Toledo,
tan orgulloso y ufano
cual salió humilde y pequeño.
Ni es otro a quien se dirige,
cobrado el conocimiento,
la amorosa Inés de Vargas,
que vive por él muriendo.
Mas él, que olvidando todo
olvidó su nombre mesmo,
puesto que Diego Martínez
es el capitán don Diego,
ni se ablanda a sus caricias,
ni cura de sus lamentos,
diciendo que son locuras
de gente de poco seso;
que ni él prometió casarse
ni pensó jamás en ello.
¡Tanto mudan a los hombres
fortuna, poder y tiempo!
En vano porfiaba Inés
con amenazas y ruegos;
cuanto más ella importuna,
está Martínez severo.
Abrazada a sus rodillas,
enmarañado el cabello,
la hermosa niña lloraba
prosternada por el suelo.
Mas todo empeño es inútil,
porque el capitán don Diego
no ha de ser Diego Martínez,
como lo era en otro tiempo.
Y así llamando a su gente,
de amor y piedad ajeno
mandóles que a Inés llevaran
de grado o de valimento.
Mas ella antes que la asieran
cesando un punto en su duelo,
así habló, el rostro lloroso
hacia Martínez volviendo:
"Contigo se fue mi honra,
conmigo tu juramento;
pues buenas prendas son ambas
en buen fiel las pesaremos."
Y la faz descolorida
en la mantilla envolviendo
a pasos desatentados
salióse del aposento.


V
Era entonces en Toledo
por el rey gobernador
el justiciero y valiente
don Pedro Ruiz de Alarcón.
Muchos años por su patria
el buen viejo peleó;
cercenado tiene un brazo,
mas entero el corazón.
La mesa tiene delante,
los jueces en derredor,
los corchetes a la puerta
y en la derecha el bastón.
Está, como presidente
del tribunal superior,
entre un dosel y una alfombra
reclinado en un sillón,
escuchando -con paciencia
la casi asmática voz
con que un tétrico escribano
solfea una apelación.
Los asistentes bostezan
al murmullo arrullador;
los jueces medio dormidos
hacen pliegues al ropón;
los escribanos repasan
sus pergaminos al sol.
Los corchetes a una moza
guiñan en un corredor,
y abajo, en Zocodover,
gritan en discorde son
los que en el mercado venden
lo vendido y el valor.
Una mujer en tal punto,
en faz de gran aflicción,
rojos de llorar los ojos,
ronca de gemir la voz,
suelto el cabello y el manto,
tomó plaza en el salón
diciendo a gritos: "¡Justicia,
jueces; justicia, señor!"
Y a los pies se arroja humilde,
de don Pedro de Alarcón,
en tanto que los curiosos
se agitan alrededor.
Alzóla cortés don Pedro
calmando la confusión
y el tumultuoso murmullo
que esta escena ocasionó,
diciendo
-Mujer, ¿qué quieres?
-Quiero justicia, señor.
-¿De qué?
-De una prenda hurtada.
-¿Qué prenda?
-Mi corazón.
-¿Tú le diste?
-Le presté.
-¿Y no te le han vuelto?
-No.
-¿Tienes testigos?
-Ninguno.
-¿ Y promesa?
-¡Sí, por Dios!
Que al partirse de Toledo
un juramento empeñó.
-¿Quién es él?
-Diego Martínez.
-¿ Noble?
-Y capitán, señor.
-Presentadme al capitán,
que cumplirá si juró.
Quedó en silencio la sala,
y a poco en el corredor
se oyó de botas y espuelas
el acompasado son.
Un portero, levantando
el tapiz, en alta voz
dijo: "El capitán don Diego.
Y entró luego en el salón
Diego Martínez, los ojos
llenos de orgullo y furor.
¿Sois el capitán don Diego
-díjole don Pedro- vos?
Contestó altivo y sereno
Diego Martínez:
-Yo soy.
-¿Conocéis a esta muchacha?
-Ha tres años, salvo error.
-¿Hicísteisla juramento
de ser su marido?
-No.
-¿Juráis no haberlo jurado?
-Sí juro.
-Pues id con Dios.
-¡Mientes! - clamó Inés llorando(
de despecho y de rubor.
-Mujer, ¡piensa lo que dices!
-Digo que miente: juró.
¿Tienes testigos?
-Ninguno.
-Capitán, idos con Dios,
y dispensad. que acusado,
dudara de vuestro honor.
Tornó Martínez la espalda
con brusca satisfacción,
e Inés, que le vio partirse,
resuelta y firme gritó:
-Llamadle, tengo un testigo.
Llamadle otra vez, señor.
Volvió el capitán don Diego,
sentóse Ruiz de Alarcón,
la multitud aquietóse
y la de Vargas siguió:
-Tengo un testigo a quien nunca
faltó verdad ni razón.
-¿Quién?
-Un hombre que de lejos
nuestras palabras oyó
mirándonos desde arriba.
-¿Estaba en algún balcón?
-No, que estaba en un suplicio
donde ha tiempo que expiró.
-¿Luego es muerto?
-No, que vive.
-Estáis loca, ¡vive Dios!
¿Quién fue?
-El Cristo de la Vega
a cuya faz perjuró.
Pusiéronse en pie los jueces
al nombre del Redentor,
escuchando con asombro
tan excelsa apelación.
Reinó un profundo silencio
de sorpresa y de pavor,
y Diego bajó los ojos
de vergüenza y confusión.
Un instante con los jueces
don Pedro en secreto habló,
y levantóse diciendo
con respetuosa voz:
"La ley es ley para todos;
tu testigo es el mejor,
mas para tales testigos
no hay más tribunal que Dios.
Haremos ... lo que sepamos;
escribano: al caer el sol,
al Cristo que está en la vega
tomaréis declaración."


VI
Es una tarde serena,
cuya luz tornasolada
del purpurino horizonte
blandamente se derrama.
Plácido aroma las flores
sus hojas plegando exhalan,
y el céfiro entre perfumes
mece las trémulas alas.
Brillan abajo en el valle
con suave rumor las aguas,
y las aves en la orilla
despidiendo al día cantan.
Allá por el Miradero,
por el Cambrón y Visagra,
confuso tropel de gente
del Tajo a la vega baja.
Vienen delante don Pedro
de Alarcón, Ibán de Vargas,
su hija Inés, los escribanos,
los corchetes y los guardias;
y detrás monjes, hidalgos,
mozas, chicos y canalla.
Otra turba de curiosos
en la vega les aguarda,
cada cual comentariando
el caso según le cuadra.
Entre ellos está Martínez
en apostura bizarra,
calzadas espuelas de oro,
valona de encaje blanca,
bigote a la borgoñesa,
melena desmelenada,
el sombrero guarnecido
con cuatro lazos de plata,
un pie delante del otro,
y el puño en el de la espada.
Los plebeyos de reojo
le miran de entre las capas:
los chicos, al uniforme,
y las mozas a la cara.
Llegado el gobernador
y gente que le acompaña
entraron todos al claustro
que iglesia y patio separa.
Encendieron ante el Cristo
cuatro cirios y una lámpara,
y de hinojos un momento
le rezaron en vox baja.
Está el Cristo de la Vega
la cruz en tierra posada,
los pies alzados del suelo
poco menos que una vara;
hacia la severa imagen
un notario se adelanta,
de modo que con el rostro
al pecho santo llegaba.
A un lado tiene a Martínez,
a otro lado a Inés de Vargas,
detrás al gobernador
con sus jueces y sus guardias.
Después de leer dos veces
la acusación entablada,
el notario a Jesucristo
así demandó en voz alta
"Jesús, Hijo de María,
ante nos esta mañana
citado como testigo
por boca de Inés de Vargas,
¿juráis ser cierto que un día
a vuestras divinas plantas
juró a Inés Diego Martínez
por su mujer desposarla?"
Asida a un brazo desnudo
una mano atarazada
vino a posar en los autos
la seca y hendida palma,
y allá en los aires ¡Sí, juro!,
clamó una voz más que humana.
Alzó la turba medrosa
la vista a la imagen santa...
Los labios tenía abiertos
y una mano desclavada.

Conclusión
Las vanidades del mundo
renunció allí mismo Inés,
y espantado de sí propio
Diego Martínez también.
Los escribanos temblando
dieron de esta escena fe,
firmando como testigos
cuantos hubieron poder.
Fundóse un aniversario
y una capilla con él,
y don Pedro de Alarcón
el altar ordenó hacer
donde hasta el tiempo que corre
y en cada año una vez,
con la mano desclavada
el crucifijo se ve.

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CÓLMAME, JUANA, EL CINCELADO VASO

Cólmame, Juana, el cincelado vaso
Hasta que por los bordes se derrame,
Y un vaso inmenso y corpulento dame
Que el supremo licor no encierre escaso.

Deja que afuera, por siniestro caso,
En son medroso la tormenta brame,
Y el peregrino a nuestra puerta llame,
Treguas cediendo al fatigado paso.

Deja que espere, o desespere, o pase;
Deja que el recio vendaval, sin tino,
Con rauda inundación tale o arrase;

Que si viaja con agua el peregrino,
A mí, con tu perdón, cambiando frase,
No me acomoda caminar sin vino.

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LAS HOJAS SECAS (A MI MADRE)

Dicen que todo al fin se desvanece,
Todo pasa, se olvida, pierde y borra.
Yo no soy infeliz, mas vivo triste,
Y un torcedor arrastro en mi memoria.

Un templo, un bosque, un ave que pasando
Cruza en el viento descarriada y sola,
Prensan mi corazón, y a mis pupilas
Solitaria una lágrima se asoma.

Pláceme ver un claro riachuelo
Lamer su orilla con azules ondas,
Y al resplandor del trémulo sepulcro
Sentir la fuente murmurar sonora.

Pláceme ver, tras el opuesto monte,
Hundir al sol su faz esplendorosa,
Y despedirle desde el hondo valle
Al compás de las aguas y las hojas.

Y pláceme en paseos solitarios,
En dulces sueños delirando sombras,
Perderme en la floresta sin camino
Ideando quiméricas historias.

La mía es triste, cansa y no interesa;
Sin aventuras intrincadas, corta;
Es una historia solamente mía,
Como otras muchas que a la vez se ignoran.

Es la historia de un sueño fatigoso,
En que nada sucede, nada importa;
No se comprende, pero no se olvida,
Y sus vagos recuerdos nos acosan.

Yo la recuerdo con vergüenza siempre,
Temo profundizarla, y sus memorias,
Como gotas de mágico veneno,
Caen en mi corazón una tras otra.

¿Qué os hicísteis, dulcísimos instantes
De mi infancia gentil? ¿Dó están ahora
Los labios de coral que me colmaron
De blandos besos que mis ojos lloran?

¿Dó está la mano amiga que trenzaba
Las hebras mil de mi melena blonda,
Tejiéndome coronas en la frente
De azucenas silvestres y amapolas?

Era ¡ay de mí! mi madre; alegre entonces,
Tranquila, amante, como el alba hermosa;
Jamás me ha parecido otra hermosura
Tan digna de vivir en mi memoria.

Apartaos, impúdicas quimeras;
Más os detesto cuanto más vosotras
Tenaces me seguís; ya no sois nada,
Cesó el festín, rompiéronse las copas.

Ella es mi madre; sus ardientes besos
Con vuestra vil presencia se inficionan;
Idos en paz, que el llanto de sus ojos,
Del alma impura vuestra imagen borra.

¡Madre, te encuentro llorando!
¡Ah! ¡No atiendes a mis voces!
Mírame, ¿no me conoces?
¿Tan mudado, madre, estoy?
¿Tan pronto borrar pudieron
Mi rostro las desventuras?
¡Bebí tantas amarguras!…
Pero al fin, madre, yo soy.

¡Cuán trémula está tu mano!
Tu corazón, ¡cuán opreso!
Madre, ¿no tienes un beso
Ni una queja para mí?
¡Lloras! Beberé tu llanto…
Mas abrasan tus mejillas…
Heme, madre, de rodillas
Avergonzado ante ti.

Apartas de mí los ojos;
Sufres viéndome, lo veo;
Mas estoy como está el reo,
Humillado ante su Dios.
Tornadme el rostro, señora,
Y aunque lo tornéis severo,
Aunque sea el favor postrero
Porque me ausente de vos.

Lo sé: receláis acaso
Que vendí vuestro cariño
Por el impúdico aliño
De otro amor más terrenal.
Este color de mi frente
Tal vez os parece impuro…
¡Oh, Madre mía, os lo juro:
Me habéis comprendido mal!

Soñé, y me desvanecieron
Mis fatales ilusiones;
Sentí mis locas pasiones
Dentro de mi pecho arder.
La tempestad era horrible,
La noche lóbrega, densa,
La mar tormentosa, inmensa,
Mi barca débil ¿Qué hacer?

Lanzado al mar sin aviso,
Dejéme llevar del viento;
Sacóme el mar turbulento
A otra playa de ilusión;

Yo a lo lejos la miraba:
Y era una tierra tan bella,
Que el pasar, madre, por ella,
Fue terrible tentación.

Bebí el agua de sus fuentes,
Gocé el aura de sus flores;
Embriagado en sus amores,
En sus bosques me adormí;
Allí, el placer me esperaba;
Vos, en la opuesta ribera……
Horrible tentación era,
Mas luché, madre, y vencí.

Tal vez en mi sien soñaba
Glorioso laurel naciente;
Yo lo arranqué de mi frente;
Pensaba en vos, y le hollé.
Allí quedó entre la arena,
Y, al lanzarle, dije: -Crece,
Que si mi sien te merece,
Más ansioso volverá.

En vano mis ilusiones
Me acosaron tumultuosas;
A las ondas procelosas
Me arrojó audaz, y volví.
Sin fuerza, sin esperanza,
Madre, en mi congoja fiera,
Tu imagen fue la postrera
Que guardé mientras viví.

¿Mas tú, inconsolable lloras
Sin atender a mis voces!
¡Mi vida! ¿No me conoces?
¿Tan mudado, madre, estoy?
¿Tan pronto borrar pudieron
Mi rostro las desventuras?
¡Bebí tantas amarguras!…
Pero, al fin, madre, yo soy.

¡Mas no me escuchas! ¡Llorando,
La faz amorosa escondes!
Te llamo y no me respondes:
¡Tanto, madre, te ultrajé!
Te entiendo, por fin: yo solo
No basto ya a consolarte;
Me será fuerza dejarte,
Y a la mar me volveré.

Mas oye: Es el otoño; rebramando,
El ábrego los árboles sacude;
De roncos cuervos el siniestro bando,
A los peñascos cóncavos acude.

Brilla sin fuerza el sol en Occidente,
Y allá en la falda de espinoso risco,
Guía el pastor, con paso indiferente,
Las humildes ovejas al aprisco.

Seco el follaje de la selva umbría,
De sus verdes doseles se despoja;
Y al empuje de ráfaga bravía,
El bosque se desnuda hoja por hoja.

El ábrego las huella y arrebata,
Las arrastra en revuelto torbellino,
Ciega en la fuente la serena plata,
Borra los lindes del igual camino.

Triste fantasma del verjel ameno
Y esqueleto fantástico, semeja
Cada desnudo tronco, un día lleno
De la sombra magnífica que deja.

Flores, ¿en dónde estáis? Y ¿dó se esconden
Los céspedes que amenos os cercaban?
¿Cómo los ruiseñores no responden
Al son de las alondras que pasaban?

¿Qué es del arrullo de la mansa fuente
Donde a beber bajaban las palomas?
¿Qué es del aura que erraba suavemente
Cargada de suspiros y de aromas?

Las galas del Abril se marchitaron,
Los céfiros errantes se extinguieron,
En ayes los murmullos se tornaron,
Y anchos arroyos las corrientes fueron.

Todo pasó. En el valle pantanoso
Hay en vez de una fuente una laguna,
Y en las ramas del álamo pomposo,
Las hojas se desprenden una a una.

Así, madre, van mis días,
Con las hojas de consuno,
Desprendiéndose uno a uno
Al vaivén de la pasión.

Y así van las ilusiones
De mi esperanza importuna,
Desprendiéndose una a una
De mi seco corazón.

Como esas hojas marchitas
No volverán a su rama;
El cierzo las desparrama,
La lluvia las pudrirá.
Como el bosque queda triste,
Y silencioso y desnudo,
Seco y solitario y mudo
Mi corazón siento ya.

Esas hojas amarillas
Que ayer nos prestaron sombra,
Ni aun las querrá por alfombra
El tornasolado Abril;
Míralas, madre, cuál ruedan
Entre la arena perdidas,
Holladas y sacudidas
Por el aura más sutil.

Eso son nuestras creencias,
Nuestras míseras ficciones;
Eso son nuestras pasiones,
Nuestra vida terrenal:
Nacen, dan sombra un instante,
Suenan, se mecen, se cruzan,
Caen, ruedan, se desmenuzan,
Y las lleva el vendaval.

Si ellas al rápido soplo
Del cierzo desaparecen,
Otras en el árbol crecen
Y se apiñan otra vez;
Mas yo iré, cual hoja seca
Por el viento desprendida,
Arrastrando de mi vida
La juventud, la vejez.

Y el negro remordimiento
Irá por doquier conmigo,
Como verdugo y testigo
De mi perdurable afán.
Y cuando a su vieja llama
Encanezcan mis cabellos,
Madre, debajo de aquéllos
Jamás otros nacerán.

Porque estas hojas errantes
que por mi memoria vagan,
Estos recuerdos que amagan
No dejarme hasta morir,
Hojas secas de mí mismo,
Que arrancadas de mi centro,
A mí asidas las encuentro
Sin poderlas desasir,

No pasarán como pasan,
Esas hojas del otoño;
No tienen otro retoño,
Mas tampoco tendrán fin;
Sopla el viento y no las lleva,
Cae la lluvia y las perdona;
Igualmente las abona
El desierto y el jardín.

Dicen que todo al fin se desvanece,
Todo pasa, se olvida, pierde o borra…
¿Soy infeliz? No sé. Mas vivo triste
Y un torcedor arrastro en mi memoria.

Madre, ¿creerás también que todo pasa
Como en alas del ábrego las hojas,
Como del vago céfiro los ayes,
Como del mar las fugitivas ondas?

¿Crees tú que pasarán para tu hijo,
Como del bosque la agostada pompa,
Tus recuerdos, tu amor, tu sacra imagen,
Que todo el corazón le ocupa sola?

¿Crees, madre, que al huir desesperado
A playas extranjeras y remotas,
Corre tras la molicie y los placeres,
Busca una libertad cínica y loca?

¿Crees tú que anhela, en climas apartados,
Libre gozar su juventud fogosa?
¿Crees que, olvidado de su madre, viva?…
Quien lo dijo, mintió, madre y señora,

Doquier que arrastre su existencia inútil,
Suerte feliz o mísera le acorra,
Ya duerma en los harapos del mendigo
Ya en blanda pluma de opulenta alcoba,

Ya espere un porvenir sin esperanza,
Ya circunde su sien verde corona,
En la mazmorra, en el alcázar madre,
Dondequiera que aliente, allí te adora.

Que es mi pecho tu altar, y aquí tu imagen
Nunca pasa, se olvida, pierde o borra,
Como pasan al aire del otoño,
Del bosque umbrío las marchitas hojas.

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PEREZA

¡Cuán descansadamente,
Lejos del vano mundo, se reposa
A la orilla de límpida corriente
O de un moral bajo la sombra hojosa!

En el césped mullido,
Sin luz los ojos, sin vigor los brazos,
De la tranquila soledad el ruido
Se pierde por la atmósfera a pedazos.

El ánima descansa
De la ciega pasión y su braveza,
Y el cuerpo, presa de indolencia mansa,
Se goza en su pacífica pereza.

Entonces, no el tesoro
Ni la sed del placer el alma aviva;
El más rico licor, en copa de oro,
Entonces se desprecia y no se liba.

La mente no se inquieta
Por pensamientos de dolor cercada:
Que a su honda languidez yace sujeta,
Y a su propia impotencia encadenada.

Sin luz el ojo vago,
Sin un sonido sobre el labio abierto,
Pasa la vida cual por hondo lago
De incierta luz el resplandor incierto.

Así vuelan las horas,
Y así pasan pacíficas y bellas,
Cual las aves del viento voladoras,
Cual la cobarde luz de las estrellas?.

Así el pesar se aduerme,
Y al grato son de una aura que murmura,
Tal vez se goza del reposo inerme
Que confunde el pesar con la ventura.

Así mis horas quiero
Que pasen sin valor y sin fortuna,
Ya al manso son del céfiro ligero,
Ya al resplandor de la amarilla luna.

Ven, amorosa Elvira,
Ven a mis brazos, que de amor sediento,
El perezoso corazón suspira
Por ver tus ojos, por beber tu aliento.

Ven, adorado dueño,
Sepa que estás, en mi descanso inerte,
Cercado mí para velar mi sueño;
Cerca, hermosa, de mí cuando despierte.

Yo, en la hierba tendido,
En la sombra de un álamo frondoso,
Entreveré, con ojo adormecido,
Cuál velas mi descanso silencioso.

El sol, a lento paso,
Hundió en el mar su faz esplendorosa,
Marcando su camino en el ocaso
Vivo arrebol de púrpura y de rosa,

El agua, mansamente,
Con monótono arrullo le despide;
Y arrastrando sus ondas lentamente,
El ancho espacio de sus ondas mide.

Sólo queda en la tierra
El vapor del crepúsculo dudoso,
Y el vago aroma que la flor encierra,
Se esparce por el aire vagaroso.

Y las fuentes corriendo,
Y las brisas volando, se estremecen,
Y su soplo en los árboles creciendo,
A su soplo los árboles se mecen.

Trémulas van las olas
Bajo sus alas mansas y ligeras,
Reflejando las sueltas banderolas
De las naves que el mar surcan veleras.

Y la luna argentina,
La bóveda al cruzar del firmamento,
La inmensidad del Bósforo ilumina,
Color prestando al invisible viento.

Y al son del mar vecino,
Y al murmullo del viento caluroso,
Y al reflejo del éter cristalino,
Se aduerme el cuerpo en lánguido reposo

En la quietud amiga
De la callada noche macilenta,
Hasta la misma languidez fatiga,
Y el ánima se rinde soñolienta.

¡Oh! Bien haya el estío
Con su tranquila y bochornosa calma,
Que roba al corazón su ardiente brío
Y en blanda inercia nos aduerme el alma

Ya de ese insomnio presa,
Me faltan voluntad y pensamiento,
Y hasta mi cuerpo sin valor me pesa,
Y el son me cansa de mi propio aliento.

Dadme deleites, dadme;
Henchidme de placeres los sentidos;
Venid, eunucos, y al harén llevadme
En vuestros brazos, al placer vendidos.

Abridme esas ventanas,
Dadme a beber el aura de la noche
Y a saborear las ráfagas livianas
Que a la flor rasgan su aromado broche.

Quiero al son de las olas
Secar un corazón en solo un beso;
Traedme mis esclavas españolas,
Que el mío tienen en sus ojos preso.

Venid, venid, hermosas,
Divertidme con danzas y canciones;
Venid en lechos de fragantes rosas,
Venid, blancas y espléndidas visiones,

Quemad en mis pebetes
Cuanto aroma encontréis en mi palacio,
Y respiren sus anchos gabinetes
Ámbar opreso en reducido espacio.

Ven, voluptuosa Elvira,
Trénzame con tu mano mis cabellos;
Y tú, Inés, por quien Málaga suspira,
Nardo derrama y azahar en ellos.

Traedme a esos esclavos
Que aportan mis bajeles viento en popa;
Presa que hicieron mis piratas bravos
En un rincón de la dormida Europa.

Vengan a mi presencia,
Y al son de sus extraños instrumentos
Sirvan a mi poder y a mi opulencia,
Si no con su canción, con sus lamentos.

Dadme deleites, dadme;
Cúbreme, Elvira, con tu chal de espumas,
Y las tostadas sienes refrescadme
Con abanicos de rizadas plumas.

Suene en mi torpe oído
Su suave son como murmullo blando
De arroyo que a la mar baja perdido,
De peña en peña juguetón rodando;
Cual tórtola que llama,
Con lento arrullo que en el viento pierde,
La descarriada tórtola a quien ama,
De árbol sombrío en el columpio verde.

Danzad mientras reposo,
Cantad en derredor mientras descanso,
Y no sienta en mi sueño voluptuoso
Más que murmullo lisonjero y manso.

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