Gabriel Celaya
NIÑEZ SONÁMBULA
Era una casa grande, vacía, llena de ecos,
con veinte ventanales abiertos hacia el mar.
Y el mar sonaba triste contra el acantilado
como el destino sueña y acaba por matar.
Era una casa rara porque nada pasaba
y siempre parecía que algo iba a pasar.
Era una casa loca como aquella en que, niño,
según ahora me explican, nunca llegué a vivir,
pero que yo recorro, sabiendo los secretos
de sus cien corredores y sus puertas ocultas,
sus vueltas y revueltas, sus cámaras cargadas
de perfumes pesados y de un pasado horror
que todas las ventanas abiertas hacia un mar
de luz y de aventura, y disponibilidad,
no barren con su brisa, ni liberan del ¡ay!
Era una casa antigua. Y triste sin razón.
Allí viví de niño, y allí vivo de veras
por mucho que me nieguen. Y así, ciego, atravieso
los pasillos sin fin y las salas vacías,
y esas puertas que empujo para abrir otras salas,
todas ricas, lujosas, con sus tapicerías,
relojes, porcelanas, cortinas y recuerdos.
Todas eran iguales, repetidas, abiertas,
la rosa y la morada, la del león de oro,
la del abuelo Juan... ¿En qué se distinguían?
Yo abría puertas, puertas, buscando una salida,
lloraba algunas veces sin saber bien por qué,
y huía como un ciervo frente a aquella doncella
que me decía amable: "¿Qué quiere el señorito?"
Huir, huir, mi vida sólo ha sido una huida
sin saber hacia dónde y sin saber por qué.
Huir de aquella casa donde viví de niño,
aunque según me dicen nunca viví de veras.
No es un sueño. No. Veo oculto y real
a ese niño que mira con ojos espantados
detrás de una ventana, la mar, el mar, la mar.
A SOLAS SOY ALGUIEN EN LA...
A solas soy alguien. En la calle nadie.
CONTRAODA DEL POETA DE LA REAL SOCIEDAD
Y recuerdo también nuestra triple derrota
en aquellos partidos frente al Barcelona
que si nos ganó, no fue gracias a Platko
sino por diez penaltis claros que nos robaron.
Camisolas azules y blancas volaban
al aire, felices, como pájaros libres,
asaltaban la meta defendida con furia
y nada pudo entonces toda la inteligencia
y el despliegue de los donostiarras
que luchaban entonces contra la rabia ciega
y el barro, y las patadas, y un árbitro comprado.
Todos lo recordamos y quizás más que tú,
mi querido Alberti, lo recuerdo yo,
porque yo estaba allí, porque vi lo que vi,
lo que tú has olvidado, pero nosotros siempre
recordamos: ganamos. En buena ley, ganamos
y hay algo que no cambian los falsos resultados.
A PABLO NERUDA
Te escribo desde un puerto.
La mar salvaje llora.
Salvaje, y triste, y solo, te escribo abandonado.
Las olas funerales redoblan el vacío.
Los megáfonos llaman a través de la niebla.
La pálida corola de la lluvia me envuelve.
Te escribo desolado.
El alma a toda orquesta,
la pena a todo trapo,
te escribo desde un puerto con un gemido largo.
¡Ay focos encendidos en los muelles sin gente!
¡Ay viento con harapos de música arrastrada,
campanas sumergidas y gargantas de musgo!
Te escribo derrotado.
Soy un hombre perdido.
Soy mortal. Soy cualquiera.
Recuerdo la ceniza de su rostro de nardo,
el peso de tu cuerpo, tus pasos fatigosos,
tu luto acumulado, tu montaña de acedia,
tu carne macilenta colgando en la butaca,
tus años carcelarios.
Caliente y sudorosa,
obscena, y triste, y blanda,
la butaca conserva, femenina, aquel asco.
La pesadumbre bruta, la pena sexual, dulce,
las manchas amarillas con su propio olor acre,
esa huella indecente de un hombre que se entrega,
lo impúdico: tu llanto.
Viviendo, viendo, oyendo,
sucediéndote a ciegas,
lamiendo tus heridas, reptabas por un fango
de dulces linfas gordas, de larvas pululantes,
letargos vegetales y muertes que fecundan.
Seguías, te seguías sin vergüenza, viviendo,
¡oh blando y desalmado!
Tú, cínico, remoto,
dulce, irónico, triste;
tú, solo en tu elemento, distante y desvelado.
No era piedad la anchura difusa en que flotabas
con tu sonrisa ambigua. Fluías torpemente,
pasivo, indiferente, cansado como el mundo,
sin un yo, desarmado.
Estaciones, transcursos,
circunstancias confusas,
oceánicos hastíos, relojes careados,
eléctricos espartos, posos inconfesables,
naufragios musicales, materias espumosas
y noches que tiritan de estrellas imparciales,
te hicieron más que humano.
Allí todo se funde.
Los objetos no objetan.
Liso brilla lo inmenso bajo un azul parado
y en las plumas sedantes la luz del mundo escapa,
sonríe, tú sonríes, remoto, indiferente,
bestial, grotesco, triste, cruel, fatal, adorado
como un ídolo arcaico.
Sin intención, sin nombre,
sin voluntad ni orgullo,
promiscuo, sucio, amable, canalla, nivelado,
capaz de darte a todo, común, diseminabas
podrido las semillas amargas que revientan
en la explosión brillante de un día sin memoria.
No eras ni alto ni bajo.
La doble ala del fénix:
furor, melancolía,
el temblor luminoso de la espira absorbente;
la lluvia consentida que duerme en los pianos;
las canciones gangosas lentamente amasadas;
los ojos de paloma sexuales y difuntos;
cargas opacas; pactos.
Caricias o perezas,
extensiones absortas
en donde a veces somos tan tercamente abstractos
y otras veces los pelos fosforecen sexuales,
y fría, dulce, ansiosa, la lisa piel de siempre,
serpiente, silba, sorbe y envuelve en sus anillos
un triste cuerpo amado.
No hay clavo último ardiendo,
no hay centro diamantino,
no hay dignidad posible cuando uno ha visto tanto
y está triste, está triste, sencillamente triste,
se entrega atribulado y en lo efímero sabe
ser otro con los otros, de los otros, en otros:
seguir, seguir flotando.
¡Oh inmemorial, oh amigo
amorfo, indiferente!
Deslizándote denso de plasmas milenarios,
tardío, legamoso de vidas maceradas,
cubierto de amapolas nocturnas, indolente,
por tu anchura sin ojos ni límites, acuosa,
te creía acabado.
Mas hoy vuelves, proclamas,
constructor, la alegría;
te desprendes del caos; determinas tus actos
con voluntad terrena y aliento floral, joven.
Ni más ni menos que hombre, levantas tu estatua,
recorres paso a paso tu más acá, lo afirmas,
llenas tu propio espacio.
Los jóvenes obreros,
los hombres materiales,
la gloria colectiva del mundo del trabajo
resuenan en tu pecho cavado por los siglos.
Los primeros motores, las fuerzas matinales,
la explotación consciente de una nueva esperanza
ordenan hoy tu canto.
Contra tu propia pena,
venciéndote a ti mismo,
apagando, olvidando, tú sabes cuánto y cuánto,
cuánta nostalgia lenta con cola de gran lujo,
cuánta triste sustancia cotidiana amasada
con sudor y costumbres de pelos, lluvias, muertes,
escuchas un mandato.
Y animas la confianza
que en ti quizá no existe;
te callas tus cansancios de liquen resbalado;
te impones la alegría como un deber heroico.
¡Por las madres que esperan, por los hombres que aún ríen,
debemos de ponernos más allá del que somos,
sirviéndolos, matarnos!
Con rayos o herramientas,
con iras prometeicas,
con astucia e insistencia, con crueldad y trabajo,
con la vida en un puño que golpea la hueca
cultura de una Europa que acaricia sus muertos,
con todo corazón que, valiente, aún insiste,
del polvo nos alzamos.
Cantemos la promesa,
quizá tan solo un niño,
unos ojos que miran hacia el mundo asombrados,
mas no interrogan; claros, sin reservas, admiran.
¡Por ellos combatimos y a veces somos duros!
¡Bastaría que un niño cualquiera así aprobara
para justificarnos!
Te escribo desde un puerto,
desde una costa rota,
desde un país sin dientes, ni párpados, ni llanto.
Te escribo con sus muertos, te escribo por los vivos,
por todos los que aguantan y aún luchan duramente.
Poca alegría queda ya en esta España nuestra.
Mas, ya ves, esperamos.
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