6 Poemas de Wilfred Owen 

AMOR MAYOR

No es tan intenso el rojo de unos labios
como el de aquellas piedras que besan nuestros muertos.
El dulce lamentar de plañideras
sólo inspira vergüenza a su amor puro.
¡Oh, Amor, tus ojos pierden todo encanto
cuando veo otros ojos, por mí ciegos!

Tu exquisita figura no retiembla
como retiembla un cuerpo apuñalado
que cae allí donde parece
que a Dios ya no le importa,
hasta que el fiero amor que lleva dentro
lo apretuja en un túmulo de muertos.

Tu voz, aunque yo pueda compararla
al viento que murmura en los tejados,
aunque amada por mí, no es tan amable,
tan clara y delicada como aquella
de los hombres que ahora nadie escucha
pues la tierra ha acallado el ruido de sus toses.

Corazón, corazón, no has sido nunca
grande como el que recibe un disparo.
Y, aunque tu mano sea pálida,
lo son aún más aquellos que secundan
tu carrera a través de llamas y alaridos.
Puedes llorar, pues no puedes tocarlos.

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LAS POSIBILIDADES

La noche antes del jaleo—m’acuerdo bien—
le dimos al palique y así nos enteramos.
«Amigo—dijo Jimmy, que sabía lo suyo—,
sólo pueden pasarte cinco cosas:
te desmayas, te hieren—grave o leve—
te tumban o te salvas con tu miedo».

A uno de nosotros lo partió un cañonazo.
A otro lo acertaron y perdió las dos piernas.
Un tercero—en palabras que usan los hipócritas—
quiso el azar que lo pillara Fritz.
Yo no tuve un rasguño, a Dios sean dadas,
pero más le daré si otra vez cae una herida.
En cambio, el pobre Jim no está vivo ni muerto.
«Una de cinco», nos decía; él tuvo todas:
herido, muerto, prisionero, todo el lote
le tocó de una vez. Jim está loco.

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APOLOGIA PRO POEMATE MEO

También yo he visto a Dios por entre el barro
que restalla en el rostro de un hombre sonriente.
La guerra dio a sus ojos más gloria aún que sangre
y a sus risas más gozo que el que estremece a un niño.

Qué alegría reír allí en donde
la muerte se hace absurda, y más aún la vida,
pues nuestro era el poder, mientras todo asolábamos,
de no sentir remordimiento por los muertos.

Yo también he dejado a un lado el miedo
muerto, al igual que mi escuadrón, tras la barrera
y, alzándose, mi alma ha pasado ligera
sobre el alambre donde yace la esperanza.

Y he visto a hombres exultantes:
los rostros que fruncían siempre el ceño
se encendían de pronto de entusiasmo,
como ángeles un punto, aunque ángeles sucios.

Y también he hecho amigos
de los que nadie habla en canciones de amor.
Porque no es el amor quien enlaza los labios
con los ojos sedosos que añoran al ausente

por la alegría, cuyo lazo se suelta,
sino la herida de la guerra, con alambres y estacas;
es ella quien enlaza con un vendaje usado
atado en la correa de un fusil.

He hallado a la belleza
en esos juramentos que el coraje confirma.
He oído música entre el estruendo del combate
y he hallado paz donde las bombas escupían fuego.

Pero sólo si compartís con ellos
la sombría tristeza del infierno,
con ellos cuyo mundo es un relámpago
y cuyo cielo es el camino de las balas,

no oiréis su risa nunca.
No dejarán mis chanzas que creáis
que han sido bien felices. Merecen vuestras lágrimas.
No merecéis vosotros su alegría.

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DISCAPACITADO

En su silla de ruedas esperaba la noche,
tembloroso en su obsceno traje gris
cortado por los codos y sin piernas.
Las voces de los chicos, como un himno,
corrían en sus juegos por la tarde
hasta que el sueño fue alejándolos.

La ciudad, a esa hora, solía estar alegre:
florecían las lámparas en los azules árboles
y, en esa tenue luz, las chicas sonreían.
Aquellos viejos tiempos, cuando aún tenía piernas…
Ya nunca sentirá qué fina es la cintura
de una muchacha, ni qué cálida su mano.
Todo el mundo lo toca como un desecho obsceno.

Hace tan sólo un año él era un joven
de rostro aún más joven y más tonto.
Ahora es un anciano. Su espalda no se dobla
y ha perdido su sangre en un lugar lejano,
la ha vertido en los cráteres hasta secar sus venas.
La mitad de su vida la pasó en la carrera
y en el chorro rojizo que brotaba del muslo.

Esa sangre en su pierna, al ser llevado a hombros
después de un buen partido, le gustó en una época.
Un día, tras el fútbol, bebiéndose una pinta,
se decidió a alistarse. Aún no sabe por qué.
Creyó que en kilt parecería un dios.
También lo hizo quizá por complacer
a su chica, eso es, a las muchachas.
Por eso se alistó. No tuvo que insistir
con su mentira: «Diecinueve», escribieron.

No pensó en alemanes ni en austríacos,
le daba igual su culpa. Aún no tenía
miedo al miedo: pensó en las ricas joyas
de las empuñaduras de una daga,
en el marcial saludo, el cuidad de un rifle,
los permisos, las pagas, los ingenuos reclutas.
Lo llamaron a filas con tambores y vítores.

Algunos celebraron su regreso,
pero no con el gozo con que se canta un gol.
Uno le dio las gracias, le preguntó por su alma.

Ahora pasará seis años de hospitales,
hará cuanto las normas establecen
y aceptará la compasión que toque en suerte.
Hoy ha advertido cómo los ojos de las chicas
lo abandonaban por los hombres completos.
Es tarde y hace frío. ¿Por qué tardan
en venir a acostarle? ¿Por qué tardan?

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LA PARÁBOLA DEL JOVEN Y EL ANCIANO

Se alzó pues Abraham, cruzó los bosques.
Llevó consigo fuego y un cuchillo.
Y mientras caminaban ambos juntos,
preguntó así Isaac, el primogénito:
«Padre, veo que llevas hierro y fuego,
pero ¿el cordero para el sacrificio?».
Abraham ató al joven con cordajes
y construyó trincheras, parapetos…
Al sacar su cuchillo, de repente,
un ángel lo llamó del Cielo y dijo:
«Retira ya tu mano del muchacho,
no le hagas ningún daño. Hay un carnero
que es presa de ese arbusto por los cuernos;
ofrécelo mejor en sacrificio».

Pero el viejo rehusó, mató a su hijo
y, uno a uno, a los jóvenes de Europa.

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EL CENTINELA

Hallamos un refugio de los boches.
Nos dio mucho trabajo: los cañones
lo rozaban de cerca, sin darle una de lleno.
En cascadas de fango la lluvia, hora tras hora,
llevaba la crecida hasta nuestra cintura
y hacía impracticable la escalera.
El aire que quedaba adentro era apestoso,
amargo como el humo y el olor de los hombres
que allí habían vivido dejando su destino
o su cuerpo.
Y allí nos refugiamos de las bombas
hasta que al fin dio con nosotros una
que apagó nuestro aliento y las velas. Después,
tropezando en el fango y su diluvio,
cayó por la escalera el cuerpo inerte
del centinela, y luego el rifle, algunos restos
de viejas bombas alemanas y más barro.
Lo dábamos por muerto hasta que habló:
«¡Señor, mis ojos! ¡Estoy ciego, ciego!».
Lo calmé y encendí el mechero ante sus ojos,
dije que si veía algún atisbo
de luz, no estaba ciego; era cuestión de tiempo.
«Nada», gemía. Y esos ojos como platos
todavía me miran en mis sueños.
Lo dejé allí, pedí unas parihuelas
y seguí a trompicones a otro puesto
y otra misión, bajo el aullido de aquel aire.
Aquellos pobres que sangraban, vomitaban,
o aquel otro que prefería haberse ahogado…
Intento ya no recordarlos nunca.
Pero por esta vez dejemos que el horror regrese:
escuchando los golpes y sollozos
y el rechinar salvaje de sus dientes
cuando las explosiones golpeaban sobre el techo
y el aire del refugio, al centinela
lo oímos a través de aquel estruendo:
«¡Veo una luz!». Pero la mía estaba ya apagada.

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