13 Poemas de Manuel Maples Arce 

ARS POÉTICA

Hay algo todavía que no debo callar.
Es siempre preferible solamente gustar
a unos cuantos selectos que a mil de lo vulgar.
No busques a la Plebe, no sigas las charangas.
No creas que la poesía es un juego de mangas.
Tampoco el espejo del tiempo en que te ves.
Es lo real absoluto como dijo un romántico.
¿El rosal, la mujer, la estrella de mi cántico
o la viva nostalgia de lo que pudo ser?
Poesía es lo que es.
Son Las flores del mal, de Carlos Baudelaire,
Rimbaud, Nerval, Stéphan Mallarmé,
maestro de la ausencia y el imposible ¿qué?
Cendrars, Apollinaire.
Incluyo a las Españas:
A Jorge Manrique, el de la muerte sentida,
Góngora, Quevedo, quien dijo del Osuna:
“Su tumba son de Flandes las campañas
y su epitafio la sangrienta luna”,
Juan Ramón, andaluz de universal medida,
García Lorca, el gitano, eterno asesinado,
Aleixandre, el Nobel de vendimias extrañas,
el segundo Machado, el del tiempo y la vida.
A México también con Ramón López Velarde,
el primero en Zozobra, sin desdén para tantos
de un afán infinito, cuyo corazón arde
bajo el cielo sediento de pájaros y hechizos
en las altas planicies, y los que nuevos cantos
trajimos de los ríos de viejos paraísos.
La poesía es lo que vive más que una sepultura.
Es la pura excepción. Un soplo de altura.
La flor invulnerable a la espada temida.
El último reducto que nos deja la vida.
Es angustia, horizonte, anhelo del confín.

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RUTA

A bordo del expreso
volamos sobre la irrealidad del continente.

La tarde apagada en los espejos,
y los adioses sangran en mi mente.

El corazón nostálgico presiente
a lo largo de este viaje,
literaturas vagabundas
que sacudieron las plumas
de sus alas,
en los fríos corredores del paisaje.

Van pasando las campiñas sonámbulas
mientras el tren se aleja entre los túneles del sueño.

Allá de tarde en tarde,
ciudades
apedreadas de gritos y adioses.

Ríos de adormideras
que vienen del fondo de los años,
pasan interminablemente,
bajo los puentes,
que afirmaron
su salto metálico
sobre las vertientes.

Después, montañas, silenciosos ejércitos
aúllan a la muerte.

Entre las rendijas de la noche
me atormenta el insomnio de una estrella.
Trenes que marchan siempre hasta la ausencia,
un día,
sin saberlo,
nos cruzaremos
en la geografía.

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PARTIDA

Yo soy una estación sentimental
y los adioses pitan como trenes.
Es inútil llorar.

En los contornos del crepúsculo,
ventanas encendidas
hacia los rumbos
nuevos.

Palpita
todavía
la alondra
vesperal
de su pañuelo.

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PAROXISMO

Camino de otros sueños salimos con la tarde;
una extraña aventura
nos deshojó en la dicha de la carne,
y el corazón fluctúa
entre ella y la desolación del viaje.

En la aglomeración de los andenes
rompieron de pronto los sollozos;
después, toda la noche
debajo de mis sueños,
escucho sus lamentos
y sus ruegos.

El tren es una ráfaga de hierro
que azota el panorama y lo conmueve todo.

Apruo su recuerdo
hasta el fondo
del éxtasis,
y laten en el pecho
los colores lejanos de sus ojos.

Hoy pasaremos junto del otoño
y estarán amarillas las praderas.

¡Me estremezco por ella!
¡Horizontes deshabitados de la ausencia!

Mañana estará todo
nublado de sus lágrimas
y la vida que llega
es débil como un soplo.

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SAUDADE

Estoy solo en el último tramo de la ausencia
y el dolor hace horizonte en mi demencia.

Allá lejos,
el panorama maldito.

¡Yo abandoné la Confederación sonora de su carne!
Sore todo su voz,
hecha pedazos
entre los tubos de la música!

En el jardín interdicto
-azoro unánime-
el auditorio congelado de la luna.

Su recuerdo es sólo una resonancia
entre la arquitectura del insomnio.

¡Dios mío,
tengo las manos llenas de sangre!

Y los aviones,
pájaros de estos climas estéticos,
no escribirán su nombre
en el agua del cielo.

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REVOLUCIÓN

El viento es el apóstol de esta hora interdicta.
Oh épocas marchitas
que sacudieron sus últimos otoños!
Barrunta su recuerdo los horizontes próximos
desahuciados de pájaros,
y las corolas deshojan su teclado.

Sopla el viento absoluto contra la materia
cósmica; la música
es la propaganda que flota en los balcones,
y el paisaje despunta
en las veletas.

Viento, dictadura
de hierro
que estremece las confederaciones!
Oh las muchedumbres
azules
y sonoras, que suben
hasta los corazones!

La tarde es un motín sangriento
en los suburbios;
árboles harapientos
que piden limosna en las ventanas;
las fábricas se abrasan
en el incendio del crepúsculo,
y en el cielo brillante
los aviones
ejecutan maniobras vesperales.

Banderas clamorosas
repetirán su arenga proletaria
frente a las ciudades.

En el mitin romántico de la partida,
donde todos lloramos
hoy recojo la espera de su cita;
la estación
despedazada se queda entre sus manos,
y su desmayo
es el alto momento del adiós.
Beso la fotografía de su memoria
y el tren despavorido se aleja entre la sombra,
mientras deshojo los caminos nuevos.

Pronto llegaremos a la cordillera.
Oh tierna geografía
de nuestro México,
sus paisajes aviónicos,
alturas inefables de la economía
política; el humo de las factorías
perdidas en la niebla
del tiempo,
y los rumores eclécticos
de los levantamientos.
Noche adentro
los soldados,
se arrancaron
del pecho
las canciones populares.

La artillería
enemiga, nos espía
en las márgenes de la Naturaleza;
los ruidos subterráneos
pueblan nuestro sobresalto
y se derrumba el panorama.

Trenes militares
que van hacia los cuatro puntos cardinales,

al bautizo de sangre
donde todo es confusión,
y los hombres borrachos
juegan a los naipes
y a los sacrificios humanos;
trenes sonoros y marciales
donde hicimos cantando la Revolución.

Nunca como ahora me he sentido tan cerca de la muerte.
Pasamos la velada junto a la lumbre intacta del recuerdo,
pero llegan los otros de improviso
apagando el concepto de las cosas,
las imágenes tiernas al borde del horóscopo.

Allá lejos,
mujeres preñadas
se han quedado rogando
por nosotros
a los Cristos de Piedra.

Después de la matanza
otra vez el viento
espanta
la hojarasca de los sueños.

Sacudo el alba de mis versos
sobre los corazones enemigos,
y el tacto helado de los siglos
me acaricia en la frente,
mientras que la angustia del silencio
corre por las entrañas de los nombres queridos.

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EL POETA Y EL CIEGO (Fragmento del soneto)

Una tarde que en Londres paseaba ociosamente
adosado a una esquina hallé un ciego cantor;
parecía una escultura por su mirar ausente.
Mi socorro en sus manos le puse con fervor.

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PRISMA

Yo soy un punto muerto en medio de la hora,
equidistante al grito náufrago de una estrella.
Un parque de manubrio se engarrota en la sombra,
y la luna sin cuerda
me oprime en las vidrieras.
Margaritas de oro
deshojadas al viento.

La ciudad insurrecta de anuncios luminosos
flota en los almanaques,
y allá de tarde en tarde,
por la calle planchada se desangra un eléctrico.

El insomnio, lo mismo que una enredadera,
se abraza a los andamios sinoples del telégrafo,
y mientrass que los ruidos descerrajan las puertas,
la noche ha enflaquecido lamiendo su recuerdo.

El silencio amarillo suena sobre mis ojos.
¡Prismal, diáfana mía, para sentirlo todo!

Yo departí sus manos,
pero en aquella hora
gris de las estaciones,
las palabras mojadas se me echaron al cuello,
y una locomotora
sedienta de kilómentros la arrancó de mis brazos.

Hoy suenan sus palabras más heladas que nunca.
¡Y la locura de Edison a manos de la lluvia!

El cielo es un obstáculo para el hotel inverso
refractado en las lunas sombrías de los espejos;
los violines se suben como la champaña,
y mientras las ojeras sondean la madrugada,
el invierno huesoso tirita en los percheros.

Mis nervios se derraman.
La estrella del recuerdo
naufragada en el agua
del silencio.
Tú y yo
coincidimos
en la noche terrible,
meditación temática
deshojada en jardines.

Locomotoras, gritos,
arsenales, teléfrafos.

El amor y la vida
son hoy sindicalistas,

y todo se dilata en círculos concéntricos.

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EL POETA Y EL CIEGO

Una tarde que en Londres paseaba ociosamente
adosado a una esquina hallé un ciego cantor;
parecía una escultura por su mirar ausente.
Mi socorro en sus manos le puse con fervor.

En sus brazos brezaba un acordeón doliente
de voces quejumbrosas y dolor de arrabal.
Cantó algo parecido a mi vagar trausente,
por el tiempo y los muros de una edad ideal.

¡Cuánto me gustaría que los viejos juglares
cantaran las estrofas de mi viviente afán,
por calles trajinantes de mancillados lares!

Y que siempre se canten en las tardes de duelo,
polvorosas de gente, como en Portobelo,
entre harapos y huesos que al camposanto van.

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PUERTO

Llegaron nuestros pasos hasta la borda de la tarde;
el Atlántico canta debajo de los muelles,
y presiento un reflejo de mujeres
que sonríen al comercio
de los países nuevos.

El humo de los barcos
desmadeja el paisaje;
brumosa travesía
florecida de pipas,
¡oh rubia transeúnte de las zonas marítimas!
de pronto, eres la imagen
movible del acuario.

Hay un tráfico ardiente de avenidas
frente al hotel abanicado de palmeras.

Te asomas por la celosía
de las canciones
al puerto palpitante de motores
y los colores de la lejanía
me miran en tus tiernos ojos.

Entre las enredaderas venenosas
que enmarañan el sueño
recojo sus señales amorosas;
la dicha nos espera
en el alegre verano de sus besos;
la arrodilla el océano de caricias,
y el piano
es una hamaca en la alameda.

Se reúne la luna allá en los mástiles,
y un viento de ceniza
me arrebata su nombre;
la navegación agitada de pañuelos.
y los adioses surcan nuestros pechos,
y en la débil memoria de todos estos goces,
sólo los pétalos de su estremecimiento
perfuman las orillas de la noche.

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