5 Cuentos de Alejo Carpentier 

LOS ADVERTIDOS

I

El amanecer se llenó de canoas. Al inmenso remanso, nacido de la invisible confluencia del Río venido de arriba -cuyas fluentes se desconocían- y del Río de la Mano Derecha, las embarcaciones llegaban, raudas, deseosas de entrar vistosamente en esbeltez de eslora, para detenerse, a palancazas de los remeros, donde otras, ya detenidas, se enracimaban, se unían borda con borda, abundosas de gente que saltaba de proas a popas para presumir de graciosas, largando chistes, haciendo muecas, a donde no los llamaban. Ahí estaban los de las tribus enemigas -secularmente enemigas por raptos de mujeres y hurtos de comida-, sin ánimo de pelear, olvidadas de pendencias, mirándose con sonrisas fofas, aunque sin llegar a entablar diálogo. Ahí estaban los de Wapishan y los de Shirishan, que otrora -acaso dos, tres, cuatro siglos antes- se habían acuchillado las jaurías, mutuamente, librándose combates a muerte, tan feroces que, a veces, no había quedado quien pudiera contarlos. Pero los bufones, de caras lacadas, pintadas con zumo de árboles, seguían saltando a canoa en canoa, enseñando los sexos acrecidos por prepucios de cuerno de venado, agitando las sonajas y castañuelas de conchas que llevaban colgadas de los testículos. Esa concordia, esa paz universal, asombraba a los recién llegados, cuyas armas, bien preparadas, atadas con cordeles que podían zafarse rápidamente, quedaban, sin mostrarse, en el piso de las canoas, bien al alcance de la mano. Y todo aquello -la concentración de naves, la armonía lograda entre humanos enemigos, el desparpajo de los bufones- era porque se había anunciado a los pueblos de más allá de los raudales, a los pueblos andariegos, a los pueblos de las montañas pintadas, a los pueblos de las Confluencias Remotas, que el viejo quería ser ayudado en una tarea grande. Enemigos o no, los pueblos respetaban al anciano Amaliwak por su sapiencia, su entendimiento de todo y su buen consejo, los años vividos en este mundo, su poder de haber alzado, allá arriba en la cresta de aquella montaña, tres monolitos de piedra que todos, cuando tronaba, llamaban los Tambores de Amaliwak. No era Amaliwak un dios cabal; pero era un hombre que sabía; que sabía de muchas cosas cuyo conocimiento era negado al común de los mortales: que acaso dialogara, alguna vez, con la Gran-Serpiente-Generadora, que, acostada sobre los montes, siguiéndole el contorno como una mano puede seguir el contorno a la otra mano, había engendrado los dioses terribles que rigen el destino de los hombres, dándoles el Bien con el hermoso pico del tucán, semejante al Arco Iris, y Mal, con la serpiente coral, cuya cabeza diminuta y fina ocultaba el más terrible de los venenos. Era broma corriente decir que Amaliwak, por viejo, hablaba solo y respondía con tonterías a sus propias preguntas, o bien interrogaba las jarras, las cestas, la madera de los arcos, como si fuesen personas. Pero cuando el Viejo de los Tres Tambores convocaba era porque algo iba a suceder. De ahí que el remanso más apacible de la confluencia del Río venido de arriba con el río de la Mano Derecha estuviera llena, repleta, congestionada de canoas, aquella mañana.

Cuando el viejo Amaliwak apareció en la laja, que a modo de tribuna gigantesca se tendía por encima de las aguas, hubo un gran silencio. Los bufones regresaron a sus canoas, los hechiceros volvieron hacia él el oído menos sordo, y las mujeres dejaron de mover la piedra redonda sobre los metales. De lejos, de las últimas filas de embarcaciones, no podía apreciarse si el Viejo había envejecido o no. Se pintaba como un insecto gesticulante, como algo pequeñísimo y activo, en lo alto de la laja. Alzó la mano y habló. Dijo que Grandes Trastornos se aproximaban a la vida del hombre; dijo que este año, las culebras habían puesto los huevos por encima de los árboles; dijo que, sin que le fuera dable hablar de los motivos, lo mejor para prevenir grandes desgracias, era marcharse a los cerros, a los montes, a las cordilleras. “Ahí donde nada crece”, dijo un Wapishan a un Shirishan que escuchaba al viejo con sonrisa socarrona. Pero un clamor se alzó allá, en el ala izquierda donde se habían juntado las canoas venidas de arriba. Gritaba uno: “¿Y hemos remado durante dos días y dos noches para oír esto?”, “¿Qué ocurre en realidad?”, gritaban los de la derecha. “¡Siempre se hace penar a los más desvalidos!”, gritaron los de la izquierda. “¡Al grano! ¡Al grano!”, gritaron los de la derecha. El viejo alzó la mano otra vez. Volvieron a callar los bufones. Repitió el viejo que no tenía el derecho de revelar lo que, por proceso de revelación, sabía. Que, por lo pronto, necesitaba brazos, hombres, para derribar enormes cantidades de árboles en el menor tiempo posible. Él pagaría en maíz -sus plantíos eran vastos- y en harina de yuca, de las que sus almacenes estaban repletos. Los presentes, que habían venido con sus niños, sus hechiceros y sus bufones, tendrían todo lo necesario y mucho más para llevar después. Este año -y esto lo dijo con un tono extraño, ronco, que mucho sorprendió a quines lo conocían- no pasarían hambre, ni tendrían que comer gusanos de tierra en la estación de las lluvias. Pero, eso sí: había que derribar los árboles limpiamente, quemarles las ramas mayores y menores, y presentarle los troncos limpios de taras; limpios y lisos, como los tambores que allá arriba (y los señalaba) se erguían. Los troncos, rodados y flotados, serían amontonados en aquel claro -y mostraba una enorme explanada natural- donde, con piedrecitas, se llevaría la contabilidad de lo suministrado por cada pueblo presente. Acabó de hablar el Viejo, terminaron las aclamaciones y empezó el trabajo.


II

“El viejo está loco.” Lo decían los de Wapishan, lo decían los de Shirishan, los decían los Guahíbos y Piaroas; lo decían los pueblos todos, entregados a la tala, al ver que con los troncos entregados, el viejo procedía a armar una enorme canoa -al menos, aquello se iba pareciendo a una canoa- como nunca pudiese haber concebido una mente humana. Canoa absurda, incapaz de flotar, que iba desde el acantilado del Cerro de los Tres Tambores hasta la orilla del agua, con unas divisiones internas -unos tabiques movibles- absolutamente inexplicables. Además, esa canoa de tres pisos, sobre la cual empezaba a alzarse algo como una casa con techo de hojas de moriche superpuestas en cuatro capas espesas, con una ventana de cada lado, era de un calado tal que las aguas de aquí, con tantos bajos de arena, con tantas lajas apenas sumergidas, jamás podía llevar. Por ello, lo más absurdo, lo más incomprensible, es que aquello tuviese forma de canoa, con quilla, con cuaderna, con cosas que servían para navegar. Aquello no navegaría nunca. Templo tampoco sería, porque los dioses se adoran en cavernas abiertas en las cimas de los montes, allá donde hay animales pintados por los Antepasados, escenas de caza, y mujeres con los pechos muy grandes. El Viejo estaba loco. Pero de su locura se vivía. Había mandioca y maíz y hasta maíz para poner la chicha y fermentar en los cántaros. Con esto se daban grandes fiestas a la sombra de la Enorme Canoa que iba creciendo de día en día. Ahora el Viejo pedía resina blanca, de esa que brota de los troncos de un árbol de hojas grasas, para rellenar las hendijas dejadas por el desajuste de algún tronco, mal machihembrado con el más próximo. De noche se bailaba a la luz de las hogueras; los hechiceros sacaban las Grandes Máscaras de Aves y Demonios; los bufones imitaban el venado y la rana; había porfías, responsos, desafíos incruentos entre las tribus. Venían nuevos pueblos a ofrece sus servicios. Aquello fue una fiesta, hasta que Amaliwak, plantando una rama florida en el techo de la casa que dominaba la Enorme Canoa, resolvió que el trabajo estaba terminado. Cada cual fue pagado cabalmente en harina de yuca y en maíz y -no sin tristeza- los pueblos emprendieron la navegación hacia sus respectivas comarcas. Ahí quedaba, en luna llena, la canoa absurda, la canoa nunca vista, construcción en tierra que jamás habría de navegar a pesar de su perfil de nave-con-casa-encima, en cuyo cuádruple techo de moriche andaba el viejo Amaliwak, entregado a extrañas gesticulaciones. La Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo les hablaba. Había roto las fronteras del porvenir y recibía instrucciones del anciano. “Repoblar la tierra de hombres, haciendo que su mujer arrojara semillas de palmera por encima de su hombro.” A veces, pavorosa de su dulzura exterminadora, sonaba la voz de la Gran-Serpiente-Generadora, cuyas palabras cantarinas helaban la sangre. “¿Por qué habré de ser yo -pensaba el anciano Amaliwak- el depositario del Gran Secreto vedado a los hombres? ¿Por qué se me ha escogido a mí para pronunciar los terribles conjuros, para asumir las grandes tareas?” Un bufón curioso había permanecido en una barca rezagada para ver lo que podía ocurrir ahora en el Extraño-Lugar-de-la-Canoa-Enorme. Y cuando la luna se ocultaba ya detrás de las montañas cercanas, sonaron los Conjuros, inauditos, incomprensibles, lanzados con una voz tan fuerte que no podía tratarse de la vos de Amaliwak. Entonces algo que era de vegetación, de árboles, del suelo, de los ramazones, que aún quedaban detrás de las talas, echó a andar. Era un tumulto tremebundo de saltos, de vuelos, de arrastre, de galopes, de empellones, hacia la Enorme-Canoa. El cielo blanqueó de garzas antes del amanecer. Una masa de rugidos, zarpazos, trompas, morros, corcovaos, encabritamientos, cornadas; una masa arrolladora, tremebunda, presurosa, se iba colando en la embarcación imposible, cubierta por las aves que entraban a todo vuelo, por entre cuernos y cornamentas, patas alzadas, mordiscos lanzados al viento. Después, el suelo hirvió en el mundo de los reptiles de agua y de tierra, y las serpientes menores -ésas, que hacen música con la cola, se disfrazan de ananás o traen pulseras de ámbar y de coral sobre el cuerpo. Hasta bien pasado el mediodía se asistió a la arribazón de gente que, como los venados rojos, no habían recibido el aviso a tiempo, o las tortugas, para las cuales los viajes largos eran trabajosos y más ahora que eran los tiempos de desovar. Por fin, viendo que la última tortuga había entrado en la canoa. El anciano Amaliwak cerró la Gran-Escotilla, y subió a lo más alto de la casa donde las mujeres de su familia -es decir: de su tribu, puesto que su gente se casaba a los trece años- estaban entregadas, cantando, a los juegos y rejuegos del metate. El cielo de aquel mediodía era negro. Parecía que las tierras negras de las comarcas negras se hubiese subido, de horizonte a horizonte. En eso sonó la Gran-voz-de-Quien-todo-lo-Hizo: “Cúbrete los oídos”, dijo. Apenas Amaliwak hubo obedecido, retumbó un trueno tan horrísono y prolongado que los animales de la Enorme-Canoa quedaron ensordecidos. Entonces empezó a caer la lluvia. Lluvia de Cólera de los Dioses, pared de agua de un espesor infinito, bajada de lo alto; techo de agua en desplome perpetuo. Como era imposible respirar, siquiera, bajo semejante lluvia, el viejo entró en la casa. Ya caían goteras, ya lloraban las mujeres, ya chillaban los niños. Y ya no se supo del día ni de la noche. Todo era noche. Amaliwak, ciertamente, se había provisto de mechas que, al ser encendidas, ardían más o menos durante el tiempo de un día o de una noche. Pero ahora, con la ausencia de luz, estaba desconcertado en sus cálculos, dando noches por días y días por noches. Y, de súbito, en un momento que el anciano no olvidaría nunca, la proa de la canoa empezó a dar bandazos. Una fuerza levitaba, alzaba, empujaba, aquella construcción hecha a los dictados de los Poderosos de las Montañas y de los Cielos. Y después de una tensión, de una indecisión, de un miedo, que obligó a Amaliwak a tomarse un jarro entero de Chicha de maíz, hubo como un embate sordo. La Enorme-Canoa había roto su última atadura con la tierra. Flotaba. Y se lanzaba hacia un mundo de raudales abiertos entre montañas, raudales cuyo bramido continuo ponía pavor en el pecho de los hombres y animales. La Enorme-Canoa flotaba.


III

Al principio Amaliwak y sus hijos y sus nietos y bisnietos y tataranietos trataron, aullantes, de piernas abiertas en las cubiertas, de concentrarse en alguna maniobra del timón. Era inútil. Circundada la montaña, azotada por los rayos, la Enorme-Canoa caía, de raudal en raudal, de viraje en viraje, esquivando los escollos, sin topar con nada, por su misma debilidad en seguir el enfurecido correr de las aguas. Cuando el anciano se asomaba a la borda de su Enorme-Canoa, la veía correr, harto rauda, desorientada, desnortada (¿acaso se veían las estrellas?) en su mar de fango líquido que iba empequeñeciendo las montañas y los volcanes. Porque a aquél se le miraba de cerca el exiguo abismo que otrora arrojara fuego. Poco impresionaban sus labios de lava llovida. Las montañas se reducían en tamaño en aquella desaparición creciente de sus faldas. E iba la Enorme-Canoa por rumbos inseguros, a veces, antes de arrojarse a un disparadero de aguas que paraba en cataratas ya amansadas por las aguas -según el mal cálculo de Amaliwak había llovido durante más de veinte días, y de aquella manera tremebunda…- dejaron de caer del cielo. Se hizo un gran remanso, una gran mar quieta entre las últimas cimas visibles, con sus playas de lado pintadas a millares de palmos de altura, y la Enorme-Canoa dejó de agitarse. Era como si La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo le impusiera un descanso. Las mujeres habían regresado a sus metates. Los animales, abajo, estaban tranquilos; todos, desde el día de la Revelación, se habían conformado con el yantar cotidiano, de maíz y de yuca, así fueran carnívoros. Amaliwak, cansado, se echó un buen jarro de Chicha en el gaznate y se echó a dormir en su chinchorro.

Al tercer día de sueño lo despertó el choque de su nave con alguna cosa. Pero no era cosa de roca, ni de piedra, ni de troncos muy viejos, de esos que yacían petrificados, intocables en los claros de la selva. El golpe había derribado algunas cosas: jarros, enceres, armas, por su violencia. Pero había sido un golpe blando, como de madera mojada con madera mojada, de tronco flotante con tronco flotante, en que ambos, después de herirse las cortezas, siguen juntos sus caminos, unidos como marido y mujer. Amaliwak subió a los pisos superiores de su embarcación. Su canoa había tropezado, de soslayo, con algo rarísimo. Sin fracturas había abordado una nave enorme, de costillares al descubierto, de cuadernas fuera de borda, como hecha de bambúes, de juncos, con algo sumamente singular: un mástil en torno al cual giraba, según soplara la brisa -ya habían terminado los grandes vientos- un velamen cuadrado, de cuatro caras, que agarraba el aire que soplaba por debajo, como una chimenea. Viendo así la embarcación oscura, que ninguna forma viviente animaba, pensó el anciano Amaliwak en medirla a ojo de buen comprador de jarras -con chicha adentro por supuesto. Tenía unos trescientos codos de longitud, unos cincuenta de anchura, y unos treinta codos de alto. “Más o menos como mi canoa -dijo- aunque yo he dilatado a lo sumo las proporciones que me fueron dictadas por revelación. Los dioses de tanto andar por los cielos, poco saben de navegar.” Se abrió la escotilla de la extraña nave, apareció un anciano pequeñito, tocado con un gorro rojo, que parecía sumamente irritado. “¿Qué? ¿No atamos cabos?”, gritó, en un idioma extraño, hecho a saltos de tonalidades de palabras a palabras, pero que Amaliwak entendió porque los hombres sabios, en aquellos días, entendían todos los idiomas, dialectos y jergas, de los seres humanos. Amaliwak mandó a lanzar cabos a la extraña embarcación; ambas se arrimaron, y se abrazó el anciano de otro anciano de tez un tanto amarillenta, que dijo venir del Reino de Sin, cuyos animales traía en las entrañas del Gran Barco. Abriendo la escotilla mostró a Amaliwak un mundo de animales desconocidos que entre divisiones de madera que limitaban sus pasos pintaban estampas zoológicas por él nunca sospechadas. Se asustó al ver que hacía ellos trepaba un oso negro de muy fea traza: abajo había como venados grandes, con gibas en los lomos. Y unos felinos brincadores, nunca quietos, que llamaban “onzas”. “¿Qué hace usted aquí?”, preguntó el hombre de Sin a Amaliwak. “¿Y usted?”, contestó el anciano. “Estoy salvando a la especie humana y las especies animales”, dijo el hombre de Sin. “Estoy salvando a la especie humana y las especies animales”, dijo el anciano Amaliwak. Y como las mujeres del hombre de Sin habían traído vino de arroz, no se habló más de cuestiones difíciles de dilucidar, aquella noche. Y algo borrachos estaban los hombres de Sin y el anciano Amaliwak cuando, al filo del amanecer, un golpe formidable hizo retumbar a las dos naves. Una embarcación cuadrada -trescientos codos de longitud, cincuenta más o menos de anchura, treinta codos (eran unos cincuenta) de alto- dominada por una casa vivienda con ventanas laterales, había topado con las dos naves amarradas. En la proa, antes de que fuesen a requerirlo por una mala maniobra marinera, un anciano, muy anciano, de largas barbas, recitaba lo inscripto en las pieles de los animales. Y lo recitaba a gritos, para que todos lo escucharan, y nadie viniese a requerirlo por la maniobra marinera mal hecha. Decía: “Me dijo Iaveh: “Hazte un arca de madera de Gopher; harás aposentos en el arca, y la embetunarás con brea por dentro y por fuera. Al arca harás pisos abajo, segundo y tercero”. “Aquí también hay tres pisos”, decía Amaliwak. Pero proseguía el otro: “Y yo, he aquí que yo traigo un diluvio de aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que haya espíritu de vida debajo del cielo, todo lo que hay en el la tierra morirá. Más estableceré un pacto contigo y entrará en el arca tú y tus hijos y tu mujer y las mujeres de tus hijos contigo…” “¿No fue eso acaso lo que hice?”, dijo el anciano Amaliwak. Pero proseguía el otro el recitado de su Revelación: “Y de todo lo que vive, de toda carne, dos de cada especie meterás en el arca, para que tengan vida contigo: macho y hembra serán. De las aves según su especie; de todo reptil de la tierra, según su especie; dos de cada especie entrarán contigo para que hayan vida”. “¿Así no hice yo?”, preguntábase el anciano Amaliwak hallando que aquel extraño resultaba harto presuntuoso con sus Revelaciones que eran semejantes a todas las demás. Pero al pasar de embarcación en embarcación, los nexos de simpatía se fueron creando. Tanto el hombre de Sin, como el anciano Amaliwak y el Noé recién llegado eran grandes bebedores. Con el vino del último, la chicha del viejo y el licor de arroz del primero, los ánimos se fueron ablandando. Se formulaban preguntas, tímidas al comienzo, acerca de los pueblos respectivos; de sus mujeres, de sus modos de comer. Ya sólo llovía de cuando en cuando, y eso, como para poner un poco de claridad en el cielo. El Noé, del arca maciza, propuso que se hiciera algo para saber si toda vida vegetal había desaparecido del mundo. Lanzó una paloma sobre las aguas, quietas aunque fangosas en grado increíble. Al cabo de una larga espera, la paloma regresó con un ramito de olivo en el pico. El anciano Amaliwak lanzó entonces un ratón al agua. Al cabo de una larga espera regresó con una mazorca de maíz entre sus patas. El hombre del País de Sin despachó, entonces, un papagayo, que regresó con una espiga de arroz debajo del ala. La vida recobraba su curso. Sólo faltaba recibir alguna Instrucción de Aquellos que vigilan el ir y venir de los hombres desde sus templos y cavernas. Las aguas bajaban de nivel.


IV

Transcurrían los días y calladas estaban las voces de La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo, de Iaveh con quien Noé parecía haber tenido largos coloquios, con instrucciones más precisas que las impartidas a Amaliwak; de Quien-Todo-lo-Creó y vive en el espacio ingrávido y suspendido como una burbuja, escuchado por el Hombre de Sin. Desconcertados estaban los capitanes de las naves, arrimadas por sus bordas, sin saber qué hacer. Descendían las aguas; crecían las cordilleras en el horizonte de paisajes libres de nieblas. Y, una tarde en que los capitanes bebían para distraerse de sus propias cavilaciones, se anunció la aparición de una cuarta nave. Era casi blanca, de una admirable finura de líneas, con las bordas pulidas y una vela de forma que nunca habían visto por acá. Se arrimó ligeramente, y, envuelto en una capa negra, apareció su Capitán: “Soy Deucalión -dijo-. De dónde se yergue un monte llamado Olimpo. He sido encargado por el Dios del Cielo y de la Luz de repoblar el mundo cuando termine este horrible diluvio” “¿Y dónde lleva los animales en una nave tan exigua?”, preguntó Amaliwak. “No se me ha hablado de los animales -dijo el recién llegado-. Cuando termine esto tomaremos piedras, que son los huesos de la tierra, y mi esposa Pirra las arrojará por encima de sus hombros. De cada guijarro nacerá un hombre”. “Yo debo hacer lo mismo con las semillas de palmeras”, dijo Amaliwak. En eso, de la bruma que acababa de levantarse sobre las costas cada vez más próximas, surgió, como embistiendo, la mole enorme de una nave casi idéntica a la de Noé. Una hábil maniobra de los que la tripulaban ladeó la embarcación poniéndola al pairo. “Soy Our-Napishtim -dijo el nuevo Capitán, saltando a la nave de Deucalión-. Por el Dueño-de-las-Aguas supe lo que iba a ocurrir. Entonces edifiqué el arca, y embarque en ella, además de mi familia ejemplares de animales de todas las especies. Me parece que lo peor ha pasado. Primero arrojé una paloma al espacio, pero regresó sin haber hallado cosa alguna que, para mí, significara vida. Lo mismo me ocurrió con la golondrina. Pero el cuervo no regresó: pruebas de que halló algo que comer. Estoy seguro de que en mi país, en el lugar llamado Boca de los Ríos, ha quedado gente. El agua sigue descendiendo. Ha llegado la hora de regresar a las tierras propias. Con tanta tierra de aquí, de allá, acarreada, depositada, dejada sobre los campos, tendremos buenas cosechas”. Y dijo el hombre de Sin: “Pronto abriremos las escotillas y saldrán los animales a sus pastos fangosos; y se reanudará la guerra entre las especies; y los unos devorarán a los otros. No me cupo la gloria de salvar a la raza de los dragones, y lo siento, porque ahora esa raza se extinguirá. Sólo hallé un dragón macho, sin hembra, en el lugar septentrional donde pacen elefantes de colmillos curvos y donde los grandes lagartos ponen huevos semejantes a sacos de sésamo”. “Todo está en saber si los hombres habrán salido mejores de esta aventura -dijo Noé-. Muchos deben haberse salvado en las cimas de los montes.”

Los Capitanes cenaron silenciosamente. Una gran congoja -inconfesada, sin embargo; guardada en lo hondo del pecho- les ponía lágrimas a las gargantas. Se había venido abajo el orgullo de creerse elegidos -ungidos- por las divinidades que, en suma, eran varias, y hablaban a los hombres de idéntica manera. “Por ahí deben andar otras naves como las nuestras” dijo Our-Napishtim, amargo. “Más allá de los horizontes; mucho más allá debe haber otros hombres advertidos, navegando con sus cargas de animales. Debe haberlo de países donde se adora el fuego y las nubes”. “Debe haberlo de los Imperios del Norte que, según dicen, son tremendamente industriosos.” En ese instante La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo retumbó en los oídos de Amaliwak: “Apártate de las demás naves, y déjate llevar por las aguas”. Nadie, salvo el Viejo, escuchó el tremendo mandato. Pero a todos les ocurría algo, puesto que se marcharon de prisa, sin despedirse unos de otros, volviendo a sus embarcaciones. Cada una halló la corriente que le correspondía, en un agua que ya se pintaba a la manera de un río. Y, pronto, el anciano Amaliwak se encontró solo con su gente y con sus animales. “Los dioses eran muchos -pensaba-. Y donde hay tantos dioses como pueblos, no puede reinar la concordia, sino que debe vivirse en desavenencia y turbamulta en torno a las cosas del Universo.” Los dioses se le empequeñecían. Pero aún le tocaba una tarea que cumplir. Arrimó la Enorme-Canoa a una orilla y, bajando detrás de una de sus esposas, le hizo arrojar detrás de sus espaldas las semillas de palmera que llevaba en un saco. En el acto -y era maravilloso verlo- las semillas se transformaron en hombres que en pocos instantes crecían, pasando de la talla de niños, a la talla de mozos, a la talla de adolescentes, a la talla de hombres. Con las semillas que contuvieran gérmenes de hembra ocurría lo mismo. Al cabo de la mañana era una multitud, pululante, la que llenaba la orilla. Pero, en eso, una oscura historia de rapto de hembra, dividió a la multitud en dos bandos, y fue la guerra. Amaliwak regresó rápidamente a la Enorme-Canoa, viendo cómo los hombres, recién salvados, se mataban unos a otros. Y según sus posiciones de combate en la costa elegida para su resurrección, era evidente que ya se había creado un Bando-montaña y un Bando-valle. Ya tenía éste un ojo colgándole de la cara; ya venía el otro con el cráneo abierto por una piedra. “Creo que hemos perdido el tiempo”, dijo el anciano Amaliwak poniendo su Enorme-Canoa a flote.

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LA MUCHACHA IRAQUÍ

La muchacha iraquí me mira con sus ojos oscuros llenos de sueños. Desde su rostro añil, sonríe enigmática igual que Monalisa. Sonríe, y al final de sus labios queda, como si de una pequeña burbuja de júbilo se tratase, sólo un esqueje de moflete. La muchacha iraquí tiene la faz envuelta en un pañuelo azul que deja pasar todos los rayos de luz.

Aquellas tardes, sobre las siete, me situaba frente a ella, entre Suiza y Taiwán, en el andén de la estación del Campo de las Naciones. Aquellas tardes la veía sonreír. Parece que me preguntaba mirándome fijamente a los ojos: “¿Qué tal ha ido hoy el trabajo? ¿Eres feliz? ¿Qué piensas cuando acaricias con tu mirada la pintura de mi cara?”.

Y un día, un frío dieciséis de marzo, esperando el tren frente a ella, pensé que había cumplido cuarenta años y en el balance provisional de mi vida me faltaban muchas cosas por hacer. Ninguna tenía que ver con el dinero. No se trataba de eso. Era simplemente que no disfrutaba con mi trabajo, que en casa todo era ya monotonía, que no había logrado ninguna de las metas que me había propuesto cuando era joven: ni había escrito esos cuentos fantásticos como fiel seguidor de Poe y Maupassant, ni había aprendido a volar, ni siquiera había realizado ese programa de radio con el que soñé siempre, y para el que todo el mundo decía que había nacido. Me preguntaba si todavía tenía remedio o si debía considerarme un fracasado, un mediocre.

Justo en ese instante llegó el convoy del metro dirección Mar de Cristal. Cuando iba a montar en él, por la puerta frente a la cual la muchacha iraquí permanece fija, pude escuchar un susurro dentro de mi cabeza que me decía que necesitaba hablar conmigo. Miré a mí alrededor y no había nadie. El metro iba casi vacío. La voz dulce de niña me pedía que esperase. Quité el pié del vagón y permanecí en el andén. Cuando las puertas del tren se cerraron pude ver cómo la muchacha iraquí, envuelta en reflejos, abría la boca y me enseñaba una hilera blanquísima de dientes que formaban una sonrisa. Una verdadera sonrisa. No eres un fracasado, escuché claramente dentro de mi cabeza.

El convoy dejó la estación y me encontré de nuevo frente a la pintura. No parecía que hubiese cambiado. Seguía con su media sonrisa colgada de un bonito moflete. Intenté comunicarme con ella con la mirada pero no tenía éxito. Pensé después en la fuerza de la mente, y trasmití pensamientos de interrogación y de sorpresa, pero no lograba ninguna respuesta. Pregunté, en un susurro que evitara que las personas del andén me tomasen por loco, si era posible que me hubiese hablado y, en caso afirmativo, cómo era posible que supiese si era o no un fracasado. Tampoco obtuve respuesta. Sí sentí cómo un par de guardias jurados se colocaban tras de mí de modo inquietante. Pero no podía moverme. No era capaz de desclavar las piernas de la línea verde del andén, bajo la hilera de fluorescentes.

Los indicadores luminosos anunciaron un nuevo convoy dirección Mar de Cristal. Parpadeé repetidamente, abrí con desmesura los ojos y me pareció entonces que había alucinado. Me preocupé porque hablaba con las paredes, los murales más bellos que recordara haber visto, pero, al fin y al cabo, paredes nada más. Fue entonces, en el momento en que de nuevo el tren se interpuso entre la pintura y yo, cuando volví a escuchar su voz.
Sólo está vivo aquel que se pregunta qué más puede hacer en esta vida para ser feliz.

Podía verla a través de los cristales, bajo reflejos tornasolados que producían un efecto como el de un zootropo precursor del cine. Movía los labios muy despacio, sin quitarme los ojos de encima. Ahuecó el pañuelo en su cuello y sonrió de nuevo. El ferrocarril se paró.

Pensé, mientras la miraba, que era muy bella. Creí advertir un brillo en sus carrillos, como si mi pensamiento le hubiese producido un leve rubor.
¿Podemos comunicarnos ahora?, pregunté entre sorprendido y anhelante con el pensamiento.

Y me respondió que sí.

El tren cerró sus puertas y apreté el botón para volverlas a abrir. “¿Algún problema, caballero?”, escuché a mis espaldas. Se trataba de una voz real y cavernosa que trasmitía opresión, pero no podía responder. “¿Se siente usted bien?”, preguntó más amablemente el otro de los guardias de seguridad. No podía ni moverme.

Déjalo, dijo la voz melosa de la muchacha iraquí. Espera al próximo tren.

Desde aquel día mi vida cambió completamente. La muchacha iraquí, pintada en añil en ese mural, despertó en mí todas las posibilidades que hibernaban en el valle del olvido. Me enseñó que todo era posible, que mis sueños no sólo eran realizables, sino que eran mi motivo de vivir. Su voz se transformaba en poder de decisión. Preparé el guión de ese espacio radiofónico nocturno que me rondaba la cabeza y que todavía nadie había descubierto, lo presenté en la emisora en la que había imaginado escuchar siempre mi voz, conseguí la oportunidad de ponerlo en el aire durante ese verano y, en unos meses, dirigía y presentaba el programa revelación del que todo el mundo hablaba y que obligaba a medio país a trasnochar. Dedicaba las últimas horas de las mañanas a la lectura y las tardes a escribir esos cuentos extraños que pujaban por salir de mi cabeza. Al año siguiente logré obtener la licencia para pilotar avionetas. Tenía en esa serigrafía la chispa de mi voluntad. Cada tarde volvía para charlar un rato con ella. Se alegraba de mis éxitos, de mi felicidad. Después pasó el tiempo, cambié de ciudad y nos veíamos mucho menos. Sin embargo, ella me sonreía como el primer día y me hablaba con su voz dulce de niña.

Por fin, años después, me olvidé de ella. Hasta hace unos días.

Volvía de un viaje de promoción por Latinoamérica de mi último libro, y aterricé en Barajas. Me acompañaba mi tercera mujer. Le propuse enseñarle el mural más hermoso que conocía. Aceptó encantada, a pesar de tener que renunciar al taxi. Cogimos el metro y bajamos en la estación de Campo de las Naciones. Mientras ella recorría los andenes admirando el mural, yo me situé de nuevo frente a la muchacha iraquí. La pintura no había cambiado. Seguía con su media sonrisa y su pañuelo lleno de luz celeste. Esperé a la llegada del convoy para saludarla. Hola mi niña, mi chispa de disposición, mi alma, mi motor, me sorprendí pensando con infinita ternura. Y nada escuché. ¿Estás enfadada conmigo? pregunté. Y sólo oía mi propia respiración. El tren se marchó, y yo me quedé aterrorizado y triste a la vez. Tampoco me habló con el siguiente convoy. Ni con el otro. Mi mujer había acabado de admirar las pinturas. Nunca le había contado mi secreto, la procedencia de mi poder de decisión, el motivo por el que mi vida giró completamente. Y tampoco ese día se lo iba a contar. Salimos de la estación y cogimos un taxi hasta el hotel. Iba callado, rumiando una incipiente angustia. Preocupado. Decidí volver al día siguiente e intentar de nuevo comunicarme con la muchacha iraquí.

Llegué temprano a la estación y vi que había alguien situado frente a la puerta del vagón. Había dejado pasar el tren. Estaba clavado en el andén, como extasiado, sin despegar la mirada del panel pintado frente a él. Me coloqué a su espalda y esperé que llegase el siguiente convoy. Le observaba. Era un muchacho joven de unos veinte años, vestía ropa vaquera de un modo desaliñado y portaba bajo su brazo izquierdo una enorme carpeta de dibujo. Parecía hipnotizado. Cuando llegó el tren su rostro se tensó. Miré a través de las ventanas el rostro de la serigrafía. Permanecía inmóvil con su mueca de media sonrisa, sin embargo, el chico le decía palabras que yo no podía entender. Observé cómo se insuflaba, como le comenzaron a brillar los ojos con un reflejo acerado, como agarraba con vehemencia su cuaderno de dibujos convencido de que su musa, la que fue mía, le había convertido en el Velázquez del siglo veintiuno.

Caminé arrastrando los pies hacia la salida de la estación intentando descubrir qué significaba aquello. Los edificios modernos, de cristal de espejo, acuchillaron mis ojos con sus destellos poderosos de sol nuevo. Quedé cegado por unos instantes y caí al suelo. Alguien me ayudó a incorporarme. “Tenga cuidado, abuelo”, le oí decir. Paseé medio hundido por el parque intentando repasar los últimos años de mi vida. Había abandonado el programa de radio, colaboraba a menudo en espacios de televisión convertido en santón de la subcultura de las tertulias de la tarde y, desde la columna de un diario, desmenuzaba con ironía a la sociedad actual. Nadaba en dinero, éxito y popularidad. Quería escribir pero los continuos compromisos me lo impedían. Mi último libro no era mi último libro. Vivía de las rentas de los primeros años. Viajaba continuamente pero ya no disfrutaba de los viajes. En realidad, ya no disfrutaba de la vida. No era feliz. Pensé en lo que realmente me apetecía, en lo que de verdad quería y mi cabeza se inundó de verde y de mar, de rocío y de sal, de viento ululado y de batir de olas, de bosques húmedos con aromas a infusión de eucalipto y de conversaciones con pescadores, de paseos por los miradores y de atardeceres en la playa, de letras, de rimas, de canciones… de lentas y tristes, de melancólicas canciones de blues.

Volví a la estación con un rumor musical en la boca. Me situé frente a la imagen de la muchacha, miré fijamente y transmití proyectos de eremita. Nada me lo impedía. Buscaría en mi paraíso, un lugar apartado de la costa lucense, algo de soledad para volver a escribir, para aprender a tocar el piano y componer canciones que desnudasen almas, para cultivar dos surcos de hortalizas y para navegar, de espaldas a la realidad, sobre el mar del resto de mi vida. Sin dudarlo, en vez de dirigirme al hotel, di la vuelta para coger en la otra vía el convoy dirección al aeropuerto de Barajas. Justo antes de cerrarse las puertas llegó el tren en la otra dirección.

Bonita melodía, susurró de nuevo su voz dulce en mi cabeza bajo el jadeo neumático del tren. Miré hacia la pintura, y volví a ver relucir su amplia sonrisa tras los cristales, como una estela parpadeante de neón.

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SEMEJANTE A LA NOCHE

"Y caminaba, semejante a la noche" - Ilíada, Canto I


I

El mar empezaba a verdecer entre los promontorios todavía en sombras, cuando la caracola del vigía anunció las cincuenta naves negras que nos enviaba el rey Agamemnón. Al oír la señal, los que esperaban desde hacía tantos días sobre las boñigas de las eras, empezaron a bajar el trigo hacia la playa donde ya preparábamos los rodillos que servirían para subir las embarcaciones hasta las murallas de la fortaleza. Cuando las quillas tocaron la arena, hubo algunas riñas con los timoneles, pues tanto se había dicho a los micenianos que carecíamos de toda inteligencia para las faenas marítimas, que trataron de alejarnos con sus pértigas. Además, la playa se había llenado de niños que se metían entre las piernas de los soldados, entorpecían las maniobras, y se trepaban a las bordas para robar nueces de bajo los banquillos de los remeros. Las olas claras del alba se rompían entre gritos, insultos y agarradas a puñetazos, sin que los notables pudieran pronunciar sus palabras de bienvenida, en medio de la barahúnda. Como yo había esperado algo más solemne, más festivo, de nuestro encuentro con los que venían a buscarnos para la guerra, me retiré, algo decepcionado, hacia la higuera en cuya rama gruesa gustaba de montarme, apretando un poco las rodillas sobre la madera, porque tenía un no sé qué de flancos de mujer.

A medida que las naves eran sacadas del agua, al pie de las montañas que ya veían el sol, se iba atenuando en mí la mala impresión primera, debida sin duda al desvelo de la noche de espera, y también al haber bebido demasiado, el día anterior, con los jóvenes de tierras adentro, recién llegados a esta costa, que habrían de embarcar con nosotros, un poco después del próximo amanecer. Al observar las filas de cargadores de jarras, de odres negros, de cestas, que ya se movían hacia las naves, crecía en mí, con un calor de orgullo, la conciencia de la superioridad del guerrero. Aquel aceite, aquel vino resinado, aquel trigo sobre todo, con el cual se cocerían, bajo ceniza, las galletas de las noches en que dormiríamos al amparo de las proas mojadas, en el misterio de alguna ensenada desconocida, camino de la Magna Cita de Naves, aquellos granos que habían sido echados con ayuda de mi pala, eran cargados ahora para mí, sin que yo tuviese que fatigar estos largos músculos que tengo, estos brazos hechos al manejo de la pica de fresno, en tareas buenas para los que sólo sabían de oler la tierra; hombres, porque la miraban por sobre el sudor de sus bestias, aunque vivieran encorvados encima de ella, en el hábito de deshierbar y arrancar y rascar, como los que sobre la tierra pacían. Ellos nunca pasarían bajo aquellas nubes que siempre ensombrecían, en esta hora, los verdes de las lejanas islas de donde traían el silfión de acre perfume. Ellos nunca conocerían la ciudad de anchas calles de los troyanos, que ahora íbamos a cercar, atacar y asolar. Durante días y días nos habían hablado, los mensajeros del Rey de Micenas, de la insolencia de Príamo, de la miseria que amenazaba a nuestro pueblo por la arrogancia de sus súbditos, que hacían mofa de nuestras viriles costumbres; trémulos de ira, supimos de los retos lanzados por los de Ilios a nosotros, acaienos de largas cabelleras, cuya valentía no es igualada por la de pueblo alguno. Y fueron clamores de furia, puños alzados, juramentos hechos con las palmas en alto, escudos arrojados a las paredes, cuando supimos del rapto de Elena de Esparta. A gritos nos contaban los emisarios de su maravillosa belleza, de su porte y de su adorable andar, detallando las crueldades a que era sometida en su abyecto cautiverio, mientras los odres derramaban el vino en los cascos. Aquella misma tarde, cuando la indignación bullía en el pueblo, se nos anunció el despacho de las cincuenta naves. El fuego se encendió entonces en las fundiciones de los bronceros, mientras las viejas traían leña del monte. Y ahora, transcurridos los días, yo contemplaba las embarcaciones alineadas a mis pies, con sus quillas potentes, sus mástiles al descanso entre las bordas como la virilidad entre los muslos del varón, y me sentía un poco dueño de esas maderas que un portentoso ensamblaje, cuyas artes ignoraban los de acá, transformaba en corceles de corrientes, capaces de llevarnos a donde desplegábase en acta de grandezas el máximo acontecimiento de todos los tiempos. Y me tocaría a mí, hijo de talabartero, nieto de un castrador de toros, la suerte de ir al lugar en que nacían las gestas cuyo relumbre nos alcanzaba por los relatos de los marinos; me tocaría a mí, la honra de contemplar las murallas de Troya, de obedecer a los jefes insignes, y de dar mi ímpetu y mi fuerza a la obra del rescate de Elena de Esparta -másculo empeño, suprema victoria de una guerra que nos daría, por siempre, prosperidad, dicha y orgullo. Aspiré hondamente la brisa que bajaba por la ladera de los olivares, y pensé que sería hermosos morir en tan justiciera lucha, por la causa misma de la Razón. La idea de ser traspasado por una lanza enemiga me hizo pensar, sin embargo, en el dolor de mi madre, y en el dolor, más hondo tal vez, de quien tuviera que recibir la noticia con los ojos secos -por ser el jefe de la casa. Bajé lentamente hacia el pueblo, siguiendo la senda de los pastores. Tres cabritos retozaban en el olor del tomillo. En la playa, seguía embarcándose el trigo.


II

Con bordoneos de vihuela y repiques de tejoletas, festejábase, en todas partes, la próxima partida de las naves. Los marinos de La Gallarda andaban ya en zarambeques de negras horras, alternando el baile con coplas de sobado, como aquella de la Moza del Retoño, en que las manos tentaban el objeto de la rima dejado en puntos por las voces. Seguía el trasiego del vino, el aceite y el trigo, con ayuda de los criados indios del Veedor, impacientes por regresar a sus lejanas tierras. Camino del puerto, el que iba a ser nuestro capellán arreaba dos bestias que cargaban con los fuelles y flautas de un órgano de palo. Cuando me tropezaba con gente de la armada, eran abrazos ruidosos, de muchos aspavientos, con risas y alardes para sacar las mujeres a sus ventanas. Éramos como hombres de distinta raza, forjados para culminar empresas que nunca conocerían el panadero ni el cardador de ovejas, y tampoco el mercader que andaba pregonando camisas de Holanda, ornadas de caireles de monjas, en patios de comadres. En medio de la plaza, con los cobres al sol, los seis trompetas del Adelantado se habían concertado en folías, en tanto que los atambores borgoñones atronaban los parches, y bramaba, como queriendo morder, un sacabuche con fauces de tarasca.

Mi padre estaba, en su tienda oliente a pellejos y cordobanes, hincando la lezna en un acción con el desgano de quien tiene puesta la mente en espera. Al verme, me tomó en brazos con serena tristeza, recordando tal vez la horrible muerte de Cristobalillo, compañero de mis travesuras juveniles, que había sido traspasado por las flechas de los indios de la Boca del Drago. Pero él sabia que era locura de todos, en aquellos días, embarcar para las Indias, aunque ya dijeran muchos hombres cuerdos que aquello era engaño común de muchos y remedio particular de pocos. Algo alabó de los bienes de la artesanía, del honor -tan honor como el que se logra en riesgosas empresas- de llevar el estandarte de los talabarteros en la procesión del Corpus; ponderó la olla segura, el arca repleta, la vejez apacible. Pero, habiendo advertido tal vez que la fiesta crecía en la ciudad y que mi ánimo no estaba para cuerdas razones, me llevó suavemente hacia la puerta de la habitación de mi madre. Aquél era el momento que más temía, y tuve que contener mis lágrimas ante el llanto de la que sólo habíamos advertido de mi partida cuando todos me sabían ya asentado en los libros de la Casa de la Contratación. Agradecí las promesas hechas a la Virgen de los Mareantes por mi pronto regreso, prometiendo cuanto quiso que prometiera, en cuanto a no tener comercio deshonesto con las mujeres de aquellas tierras, que el Diablo tenía en desnudez mentidamente edénica para mayor confusión y extravío de cristianos incautos, cuando no maleados por la vista de tanta carne al desgaire. Luego, sabiendo que era inútil rogar a quien sueña ya con lo que hay detrás de los horizontes, mi madre empezó a preguntarme, con voz dolorida, por la seguridad de las naves y la pericia de los pilotos. Yo exageré la solidez y marinería de La Gallarda, afirmando que su práctico era veterano de Indias, compañero de Nuño García. Y, para distraerla de sus dudas, le hablé de los portentos de aquel mundo nuevo, donde la Uña de la Gran Bestia y la Piedra Bezar curaban todos los males, y existía, en tierra de Omeguas, una ciudad toda hecha de oro, que un buen caminador tardaba una noche y dos días en atravesar, a la que llegaríamos, sin duda, a menos de que halláramos nuestra fortuna en comarcas aún ignoradas, cunas de ricos pueblos por sojuzgar. Moviendo suavemente la cabeza, mi madre habló entonces de las mentiras y jactancias de los indianos, de amazonas y antropófagos, de las tormentas de las Bermudas, y de las lanzas enherboladas que dejaban como estatua al que hincaban. Viendo que a discursos de buen augurio ella oponía verdades de mala sombra, le hablé de altos propósitos, haciéndole ver la miseria de tantos pobres idólatras, desconocedores del signo de la cruz. Eran millones de almas, las que ganaríamos a nuestra santa religión, cumpliendo con el mandato de Cristo a los Apóstoles. Éramos soldados de Dios, a la vez que soldados del Rey, y por aquellos indios bautizados y encomendados, librados de sus bárbaras supersticiones por nuestra obra, conocería nuestra nación el premio de una grandeza inquebrantable, que nos daría felicidad, riquezas, y poderío sobre todos los reinos de la Europa. Aplacada por mis palabras, mi madre me colgó un escapulario del cuello y me dio varios ungüentos contra las mordeduras de alimañas ponzoñosas, haciéndome prometer, además, que siempre me pondría, para dormir, unos escarpines de lana que ella misma hubiera tejido. Y como entonces repicaron las campanas de la catedral, fue a buscar el chal bordado que sólo usaba en las grandes oportunidades. Camino del templo, observé que a pesar de todo, mis padres estaban como acrecidos de orgullo por tener un hijo alistado en la armada del Adelantado. Saludaban mucho y con más demostraciones que de costumbre. Y es que siempre es grato tener un mozo de pelo en pecho, que sale a combatir por una causa grande y justa. Miré hacia el puerto. El trigo seguía entrando en las naves.


III

Yo la llamaba mi prometida, aunque nadie supiera aún de nuestros amores. Cuando vi a su padre cerca de las naves, pensé que estaría sola, y seguí aquel muelle triste, batido por el viento, salpicado de agua verde, abarandado de cadenas y argollas verdecidas por el salitre, que conducía a la última casa de ventanas verdes, siempre cerradas. Apenas hice sonar la aldaba vestida de verdín, se abrió la puerta y, con una ráfaga de viento que traía garúa de olas, entré en la estancia donde ya ardían las lámparas, a causa de la bruma. Mi prometida se sentó a mi lado, en un hondo butacón de brocado antiguo, y recostó la cabeza sobre mi hombro con tan resignada tristeza que no me atreví a interrogar sus ojos que yo amaba, porque siempre parecían contemplar cosas invisibles con aire asombrado. Ahora, los extraños objetos que llenaban la sala cobraban un significado nuevo para mí. Algo parecía ligarme al astrolabio, la brújula y la Rosa de los Vientos; algo, también, al pez-sierra que colgaba de las vigas del techo, y a las cartas de Mercator y Ortellius que se abrían a los lados de la chimenea, revueltos con mapas celestiales habitados por Osas, Canes y Sagitarios. La voz de mi prometida se alzó sobre el silbido del viento que se colaba por debajo de las puertas, preguntando por el estado de los preparativos. Aliviado por la posibilidad de hablar de algo ajeno a nosotros mismos, le conté de los sulpicianos y recoletos que embarcarían con nosotros, alabando la piedad de los gentileshombres y cultivadores escogidos por quien hubiera tomado posesión de las tierras lejanas en nombre del Rey de Francia. Le dije cuanto sabía del gigantesco río Colbert, todo orlado de árboles centenarios de los que colgaban como musgos plateados, cuyas aguas rojas corrían majestuosamente bajo un cielo blanco de garzas. Llevábamos víveres para seis meses. El trigo llenaba los sollados de La Bella y La Amable. Íbamos a cumplir una gran tarea civilizadora en aquellos inmensos territorios selváticos, que se extendían desde el ardiente Golfo de México hasta las regiones de Chicagúa, enseñando nuevas artes a las naciones que en ellos residían. Cuando yo creía a mi prometida más atenta a lo que le narraba, la vi erguirse ante mí con sorprendente energía, afirmando que nada glorioso había en la empresa que estaba haciendo repicar, desde el alba, todas las campanas de la ciudad. La noche anterior, con los ojos ardidos por el llanto, había querido saber algo de ese mundo de allende el mar, hacia el cual marcharía yo ahora, y, tomando los ensayos de Montaigne, en el capítulo que trata de los carruajes, había leído cuanto a América se refería. Así se había enterado de la perfidia de los españoles, de cómo, con el caballo y las lombardas, se habían hecho pasar por dioses. Encendida de virginal indignación, mi prometida me señalaba el párrafo en que el bordelés escéptico afirmaba que “nos habíamos valido de la ignorancia e inexperiencia de los indios, para atraerlos a la traición, lujuria, avaricia y crueldades, propias de nuestras costumbres”. Cegada por tan pérfida lectura, la joven que piadosamente lucía una cruz de oro en el escote, aprobaba a quien impíamente afirmara que los salvajes del Nuevo Mundo no tenían por qué trocar su religión por la nuestra, puesto que se habían servido muy útilmente de la suya durante largo tiempo. Yo comprendía que, en esos errores, no debía ver más que el despecho de la doncella enamorada, dotada de muy ciertos encantos, ante el hombre que le impone una larga espera, sin otro motivo que la azarosa pretensión de hacer rápida fortuna en una empresa muy pregonada. Pero, aun comprendiendo esa verdad, me sentía profundamente herido por el desdén a mi valentía, la falta de consideración por una aventura que daría relumbre a mi apellido, lográndose, tal vez, que la noticia de alguna hazaña mía, la pacificación de alguna comarca, me valiera algún título otorgado por el Rey aunque para ello hubieran de perecer, por mi mano, algunos indios más o menos. Nada grande se hacía sin lucha, y en cuanto a nuestra santa fe, la letra con sangre entraba. Pero ahora eran celos los que se traslucían en el feo cuadro que ella me trazaba de la isla de Santo Domingo, en la que haríamos escala, y que mi prometida, con expresiones adorablemente impropias, calificaba de “paraíso de mujeres malditas”. Era evidente que, a pesar de su pureza, sabía de qué clase eran las mujeres que solían embarcar para el Cabo Francés, en muelle cercano, bajo la vigilancia de los corchetes, entre risotadas y palabrotas de los marineros; alguien -una criada tal vez- podía haberle dicho que la salud del hombre no se aviene con ciertas abstinencias y vislumbraba, en un misterioso mundo de desnudeces edénicas, de calores enervantes, peligros mayores que los ofrecidos por inundaciones, tormentas, y mordeduras de los dragones de agua que pululan en los ríos de América. Al fin empecé a irritarme ante una terca discusión que venía a sustituirse, en tales momentos, a la tierna despedida que yo hubiera apetecido. Comencé a renegar de la pusilanimidad de las mujeres, de su incapacidad de heroísmo, de sus filosofías de pañales y costureros, cuando sonaron fuertes aldabonazos, anunciando el intempestivo regreso del padre. Salté por una ventana trasera sin que nadie, en el mercado, se percatara de mi escapada, pues los transeúntes, los pescaderos, los borrachos -ya numerosos en esta hora de la tarde- se habían aglomerado en torno a una mesa sobre la que a gritos hablaba alguien que en el instante tomé por un pregonero del Elixir de Orvieto, pero que resultó ser un ermitaño que clamaba por la liberación de los Santos Lugares. Me encogí de hombros y seguí mi camino. Tiempo atrás había estado a punto de alistarme en la cruzada predicada por Fulco de Neuilly. En buena hora una fiebre maligna -curada, gracias a Dios y a los ungüentos de mi santa madre- me tuvo en cama, tiritando, el día de la partida: aquella empresa había terminado, como todos saben, en guerra de cristianos contra cristianos. Las cruzadas estaban desacreditadas. Además, yo tenía otras cosas en qué pensar.

El viento se había aplacado. Todavía enojado por la tonta disputa con mi prometida, me fui hacia el puerto, para ver los navíos. Estaban todos arrimados a los muelles, lado a lado, con las escotillas abiertas, recibiendo millares de sacos de harina de trigo entre sus bordas pintadas de arlequín. Los regimientos de infantería subían lentamente por las pasarelas, en medio de los gritos de los estibadores, los silbatos de los contramaestres, las señales que rasgaban la bruma, promoviendo rotaciones de grúas. Sobre las cubiertas se amontonaban trastos informes, mecánicas amenazadoras, envueltas en telas impermeables. Un ala de aluminio giraba lentamente, a veces, por encima de una borda, antes de hundirse en la oscuridad de un sollado. Los caballos de los generales, colgados de cinchas, viajaban por sobre los techos de los almacenes, como corceles wagnerianos. Yo contemplaba los últimos preparativos desde lo alto de una pasarela de hierro, cuando, de pronto, tuve la angustiosa sensación de que faltaban pocas horas -apenas trece- para que yo también tuviese que acercarme a aquellos buques, cargando con mis armas. Entonces pensé en la mujer; en los días de abstinencia que me esperaban; en la tristeza de morir sin haber dado mi placer, una vez más, al calor de otro cuerpo. Impaciente por llegar, enojado aún por no haber recibido un beso, siquiera, de mi prometida, me encaminé a grandes pasos hacia el hotel de las bailarinas. Christopher, muy borracho, se había encerrado ya con la suya. Mi amiga se me abrazó, riendo y llorando, afirmando que estaba orgullosa de mí, que lucía más guapo con el uniforme, y que una cartomántica le había asegurado que nada me ocurriría en el Gran Desembarco. Varias veces me llamó héroe, como si tuviese una conciencia del duro contraste que este halago establecía con las frases injustas de mi prometida. Salí a la azotea. Las luces se encendían ya en la ciudad, precisando en puntos luminosos la gigantesca geometría de los edificios. Abajo, en las calles, era un confuso hormigueo de cabezas y sombreros.

No era posible, desde este alto piso, distinguir a las mujeres de los hombres en la neblina del atardecer. Y era, sin embargo, por la permanencia de ese pulular de seres desconocidos, que me encaminaría hacia las naves, poco después del alba. Yo surcaría el Océano tempestuoso de estos meses, arribaría a una orilla lejana bajo el acero y el fuego, para defender los Principios de los de mi raza. Por última vez, una espada había sido arrojada sobre los mapas de Occidente. Pero ahora acabaríamos para siempre con la nueva Orden Teutónica, y entraríamos, victoriosos, en el tan esperado futuro del hombre reconciliado con el hombre. Mi amiga puso una mano trémula en mi cabeza, adivinando, tal vez, la magnanimidad de mi pensamiento. Estaba desnuda bajo los vuelos de su peinador entreabierto.


IV

Cuando regresé a mi casa, con los pasos inseguros de quien ha pretendido burlar con el vino la fatiga del cuerpo ahíto de holgarse sobre otro cuerpo, faltaban pocas horas para el alba. Tenía hambre y sueño, y estaba desasosegado, al propio tiempo, por las angustias de la partida próxima. Dispuse mis armas y correajes sobre un escabel y me dejé caer en el lecho. Noté entonces, con sobresalto, que alguien estaba acostado bajo la gruesa manta de lana, y ya iba a echar mano al cuchillo cuando me vi preso entre brazos encendidos de fiebre, que buscaban mi cuello como brazos de náufrago, mientras unas piernas indeciblemente suaves se trepaban a las mías. Mudo de asombro quedé al ver que la que de tal manera se había deslizado en el lecho era mi prometida. Entre sollozos me contó su fuga nocturna, la carrera temerosa de ladridos, el paso furtivo por la huerta de mi padre, hasta alcanzar la ventana, y las impaciencias y los miedos de la espera. Después de la tonta disputa de la tarde, había pensado en los peligros y sufrimientos que me aguardaban, sintiendo esa impotencia de enderezar el destino azaroso del guerrero que se traduce, en tantas mujeres, por la entrega de sí mismas, como si ese sacrificio de la virginidad, tan guardada y custodiada, en el momento mismo de la partida, sin esperanzas de placer, dando el desgarre propio para el goce ajeno, tuviese un propiciatorio poder de ablación ritual. El contacto de un cuerpo puro, jamás palpado por manos de amante, tiene un frescor único y peculiar dentro de sus crispaciones, una torpeza que sin embargo acierta, un candor que intuye, se amolda y encuentra, por oscuro mandato, las actitudes que más estrechamente machihembran los miembros. Bajo el abrazo de mi prometida, cuyo tímido vellón parecía endurecerse sobre uno de mis muslos, crecía mi enojo por haber extenuado mi carne en trabazones de harto tiempo conocidas, con la absurda pretensión de hallar la quietud de días futuros en los excesos presentes. Y ahora que se me ofrecía el más codiciable consentimiento, me hallaba casi insensible bajo el cuerpo estremecido que se impacientaba. No diré que mi juventud no fuera capaz de enardecerse una vez más aquella noche, ante la incitación de tan deleitosa novedad. Pero la idea de que era una virgen la que así se me entregaba, y que la carne intacta y cerrada exigiría un lento y sostenido empeño por mi parte, se me impuso con el temor al acto fallido. Eché a mi prometida a un lado, besándola dulcemente en los hombros, y empecé a hablarle, con sinceridad en falsete, de lo inhábil que sería malograr júbilos nupciales en la premura de una partida; de su vergüenza al resultar empreñada; de la tristeza de los niños que crecen sin un padre que les enseñe a sacar la miel verde de los troncos huecos, y a buscar pulpos debajo de las piedras. Ella me escuchaba, con sus grandes ojos claros encendidos en la noche, y yo advertía que, irritada por un despecho sacado de los trasmundos del instinto, despreciaba al varón que, en semejante oportunidad, invocara la razón y la cordura, en vez de roturarla, y dejarla sobre el lecho, sangrante como un trofeo de caza, de pechos mordidos, sucia de zumos; pero hecha mujer en la derrota. En aquel momento bramaron las reses que iban a ser sacrificadas en la playa y sonaron las caracolas de los vigías. Mi prometida, con el desprecio pintado en el rostro, se levantó bruscamente, sin dejarse tocar, ocultando ahora, menos con gesto de pudor que con ademán de quien recupera algo que estuviera a punto de malbaratar, lo que de súbito estaba encendiendo mi codicia. Antes de que pudiera alcanzarla, saltó por la ventana. La vi alejarse a todo correr por entre los olivos, y comprendí en aquel instante que más fácil me sería entrar sin un rasguño en la ciudad de Troya, que recuperar a la Persona perdida.

Cuando bajé hacia las naves, acompañado de mis padres, mi orgullo de guerrero había sido desplazado en mi ánimo por una intolerable sensación de hastío, de vacío interior, de descontento de mí mismo. Y cuando los timoneles hubieron alejado las naves de la playa con sus fuertes pértigas, y se enderezaron los mástiles entre las filas de remeros, supe que habían terminado las horas de alardes, de excesos, de regalos, que preceden las partidas de soldados hacia los campos de batalla. Había pasado el tiempo de las guirnaldas, las coronas de laurel, el vino en cada casa, la envidia de los canijos, y el favor de las mujeres. Ahora, serían las dianas, el lodo, el pan llovido, la arrogancia de los jefes, la sangre derramada por error, la gangrena que huele a almíbares infectos. No estaba tan seguro ya de que mi valor acrecería la grandeza y la dicha de los acaienos de largas cabelleras. Un soldado viejo que iba a la guerra por oficio, sin más entusiasmo que el trasquilador de ovejas que camina hacia el establo, andaba contando ya, a quien quisiera escucharlo, que Elena de Esparta vivía muy gustosa en Troya, y que cuando se refocilaba en el lecho de Paris sus estertores de gozo encendían las mejillas de las vírgenes que moraban en el palacio de Príamo. Se decía que toda la historia del doloroso cautiverio de la hija de Leda, ofendida y humillada por los troyanos, era mera propaganda de guerra, alentada por Agamemnón, con el asentimiento de Menelao. En realidad, detrás de la empresa que se escudaba con tan elevados propósitos, había muchos negocios que en nada beneficiarían a los combatientes de poco más o menos. Se trataba sobre todo -afirmaba el viejo soldado- de vender más alfarería, más telas, más vasos con escenas de carreras de carros, y de abrirse nuevos caminos hacia las gentes asiáticas, amantes de trueques, acabándose de una vez con la competencia troyana. La nave, demasiado cargada de harina y de hombres, bogaba despacio. Contemplé largamente las casas de mi pueblo, a las que el sol daba de frente. Tenía ganas de llorar. Me quité el casco y oculté mis ojos tras de las crines enhiestas de la cimera que tanto trabajo me hubiera costado redondear -a semejanza de las cimeras magníficas de quienes podían encargar sus equipos de guerra a los artesanos de gran estilo, y que, por cierto, viajaban en la nave más velera y de mayor eslora.

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LOS FUGITIVOS

I

El rastro moría al pie de un árbol. Cierto era que había un fuerte olor a negro en el aire, cada vez que la brisa levantaba las moscas que trabajaban en oquedades de frutas podridas. Pero el perro —nunca le habían llamado sino Perro— estaba cansado. Se revoleó entre las yerbas para desrizarse el lomo y aflojar los músculos. Muy lejos, los gritos de los de la cuadrilla se perdían en el atardecer. Seguía oliendo a negro. Tal vez el cimarrón estaba escondido arriba, en alguna parte, a horcajadas sobre una rama, escuchando con los ojos. Sin embargo, Perro no pensaba ya en la batida. Había otro olor ahí, en la tierra vestida de bejuqueras que un próximo roce borraría tal vez para siempre. Olor a hembra. Olor que Perro se prendía, retorciéndose patas arriba, riendo por el colmillo, para llevarlo encima y poder alargar una lengua demasiado corta hacia el hueco que separaba sus omoplatos. Las sombras se hacían más húmedas. Perro se volteó, cayendo sobre sus patas. Las campanas del ingenio, volando despacio, le enderezaron las orejas. En el valle, la neblina y el humo eran una misma inmovilidad azulosa, sobre la que flotaban cada vez más siluetas, una chimenea de ladrillos, un techo de grandes aleros, la torre de la iglesia, y las luces que parecían encenderse en el fondo de un lago. Perro tenía hambre. Pero hacia allá, había olor a hembra. A veces lo envolvía aún el olor a negro.

Pero el olor de su propio celo, llamado por el olor de otro celo, se imponía a todos los demás. Las patas traseras de Perro se espigaron, haciéndole alargar el cuello. Su vientre se hundía, al pie del costillar, en el ritmo de un jadeo corto y ansioso. Las frutas, demasiado llenas de sol, caían aquí y allá, con un ruido mojado, esparciendo, a ras del suelo, efluvios de pulpas tibias.

Perro se echó a correr hacia el monte, con la cola gacha, como perseguido por la tralla del mayoral, contrariando su propio sentido de orientación. Pero olía a hembra. Su hocico seguía una estela sinuosa que a veces volvía sobre sí misma, abandonaba el sendero, se intensificaba en las espinas de un aromo, se perdía en las hojas demasiado agriadas por la fermentación, y renacía, con inesperada fuerza, sobre un poco de tierra, recién barrida por una cola. De pronto, Perro se desvió de la pista invisible, del hilo que se torcía y destorcía, para arrojarse sobre un hurón. Con dos sacudidas, que sonaron a castañuela en un guante, le quebró la columna vertebral, arrojándolo contra un tronco… Pero se detuvo de súbito, dejando una pata en suspenso. Unos ladridos, muy lejanos, descendían de la montaña.

No eran los de la jauría del ingenio. El acento era distinto, mucho más áspero y desgarrado, salido del fondo del gaznate, enronquecido por fauces potentes. En alguna parte se libraba una batalla de machos que no llevaban, como Perro, un collar con púas de cobre con una placa numerada. Ante esas voces desconocidas, mucho más alubonadas que todo lo que hasta entonces había oído, Perro tuvo miedo. Echó a correr en sentido inverso, hasta que las plantas se pintaron de luna. Ya no olía a hembra. Olía a negro. Y ahí estaba el negro, en efecto, con su calzón rayado, boca abajo, dormido. Perro estuvo por lanzarse sobre él siguiendo una consigna lanzada de madrugada, en medio de un gran revuelo de látigos, allá donde había calderos y literas de paja. Pero arriba, no se sabía dónde, proseguía la pelea de los machos. Al lado del cimarrón quedaban huesos de costillas roídas. Perro se acercó lentamente, con las orejas desconfiadas, decidido a arrebatar a las hormigas algún sabor de carne. Además aquellos otros perros de un ladrar tan feroz, lo asustaban. Más valía permanecer, por ahora, al lado del hombre. Y escuchar. El viento del sur, sin embargo, acabó por llevarse la amenaza. Perro dio tres vueltas sobre sí mismo y se ovilló, rendido.

Sus patas corrieron un sueño malo. Al alba, Cimarrón le echó un brazo por encima, con gesto de quien ha dormido mucho con mujeres. Perro se arrimó a su pecho, buscando calor. Ambos seguían en plena fuga, con los nervios estremecidos por una misma pesadilla, tina araña, que había descendido para ver mejor, recogió el hilo y se perdió en la copa del almendro, cuyas hojas comenzaban a salir de la noche.


II

Por hábito, Cimarrón y Perro se despertaron cuando sonó la campana del ingenio. La revelación de que habían dormido juntos, cuerpo con cuerpo, los enderezó de un salto. Después de adosarse a dos troncos, se miraron largamente. Perro ofreciéndose a tomar dueño. El negro ansioso de recuperar alguna amistad. El valle se desperezaba. A la apremiante espadaña, destinada a los esclavos, respondía ahora, más lento, el bordón armoriado de la capilla, cuyo verdín se mecía de sombra a sol sobre un fondo de mugidos y de relinchos, como indulgente aviso a los que dormían en altos lechos de caoba. Las gallos rondaban a las gallinas para cubrirlas temprano, en espera de que el meñique de la mayorala se cerciorase de la presencia de huevos aún sin poner. Un pavo real hacía la rueda sobre la casavivienda, encendiéndose con un grito, en cada vuelta y revuelta. Los caballos del trapiche iniciaban su largo viaje en redondo. Los esclavos oraban frente a cazuelas llenas de pan con guarapo. Cimarrón se abrió la bragueta, dejando un reguero de espuma entre las raíces de una ceiba. Perro alzó la pata sobre un guayabo tierno. Ya asomaban machetazos en los cortes de caña. Los dogos de la jauría cazadora de negros sacudían sus cadenas, impacientes por ser sacados del batey.

—¿Te vas conmigo? —preguntó Cimarrón.

Perro lo siguió dócilmente. Allá abajo había demasiados látigos, demasiadas cadenas, para quienes regresaban arrepentidos. Ya no olía a hembra. Pero tampoco olía a negro. Ahora Perro estaba mucho más atento al olor a blanco, olor a peligro. Porque el mayoral olía a blanco, a pesar del almidón planchado de sus guayaberas y del betún acre de sus polainas de piel de cerdo. Era el mismo olor de las señoritas de la casa, a pesar del perfume que despedían sus encajes.

El olor del cura, a pesar del tufo de cera derretida y de incienso, que hacía tan desagradable la sombra, tan fresca, sin embargo, de la capilla. El mismo que llevaba el organista encima, a pesar de que los fuelles del armonio le hubieran echado tantos y tantos soplos de fieltro apolillado. Había que huir ahora del olor a blanco. Perro había cambiado de bando.


III

En los primeros días. Perro y Cimarrón echaron de menos la seguridad del condumio. Perro recordaba los huesos vaciados por cubos, en el batey, al caer la tarde. Cimarrón añoraba el congrí, traído en cubos a los barracones, después del toque de oración o cuando se guardaban los tambores del domingo. Por ello, después de dormir demasiado en las mañanas, sin campanas ni patadas, se habituaron a ponerse a la caza desde el alba. Perro olfateaba una jutía oculta entre las hojas de un cedro; Cimarrón la tumbaba a pedradas. El día en que se daba con el rastro de un cochino jíbaro, había para horas y horas, hasta que la bestia, desgarradas las orejas, aturdida por tantos ladridos, pero acometiendo aún, era acorralada al pie de una peña y derribada a garrotazos. Poco a poco Perro y Cimarrón olvidaron los tiempos en que habían comido con regularidad. Se devoraba lo que se agarrara, de una vez, engullendo lo más posible, a sabiendas de que mañana podría llover y que el agua de arriba correría entre las peñas para alfombrar mejor el fondo del valle. Por suerte, Perro sabía comer frutas. Cuando Cimarrón daba con un árbol de mango o de mamey, Perro también se pintaba el hocico de amarillo o de rojo. Además, como siempre había sido huevero, se desquitaba, con algún nido de codorniz, de la incomprensible afición del amo por los langostinos que dormían a contracorriente a la salida del río subterráneo que se alumbraba de una boca de caracoles petrificados.

Vivían en una caverna, bien oculta por una cortina de helechos arborescentes. Las estalactitas lloraban isócronamente, llenando las sombras frías de un ruido de relojes. Un día Perro comenzó a escarbar al pie de una de las paredes. Pronto sus dientes sacaron un fémur y unas costillas tan antiguas que ya no tenían sabor, rompiéndose sobre la lengua con desabrimiento de polvo amasado.

Luego llevó a Cimarrón, que se tallaba un cinto de piel de majá, un cráneo humano. A pesar de que quedasen en el hoyo restos de alfarería y unos rascadores de piedra que hubieran podido aprovecharse, Cimarrón, aterrorizado por la presencia de muertos en su casa, abandonó la caverna esa misma tarde, mascullando oraciones sin pensar en la lluvia. Ambos durmieron entre raíces y semillas envueltos en un mismo olor a perro mojado. Al amanecer buscaron una cueva de techo más bajo, donde el hombre tuvo que entrar a cuatro patas. Allí, al menos, no había huesos de aquellos que para nada servían, y sólo podían traer ñeques y apariciones de cosas malas…

Al no haber sabido de batidas en mucho tiempo, ambos empezaron a aventurarse hacia el camino. A veces pasaba un carretero conocido, una beata vestida con el hábito de Nazareno o un punteador de guitarra, de esos que conocen al patrón de cada pueblo, a quienes contemplaban, de lejos, en silencio. Era indudable que Cimarrón esperaba algo. Solía permanecer varias horas, de bruces, entre las yerbas de Guinea, mirando ese camino poco transitado, que una rana toro podía medir de un gran salto. Perro se distraía en esas esperas dispersando enjambres de mariposas blancas, o intentando, a brincos, la imposible caza de un zunzún vestido de lentejuelas.

Un día que Cimarrón esperaba, así, algo que no llegaba, un cascabeleo de cascos lo levantó sobre las muñecas. Una volanta venía a todo trote, tirada por la jaca torda del ingenio. De pie sobre las varas, el calesero Gregorio hacía restallar el cuero, mientras el párroco agitaba la campanilla del viático a sus espaldas. Hacía tanto tiempo que Perro no se divertía en correr más pronto que los caballos, que se olvidó al punto de la discreción a que estaba obligado. Bajó la cuesta a las cuatro patas, espigado, azul bajo el sol, alcanzó el coche y se dio a ladrar por los corvejones de la jaca, a la derecha, a la izquierda, delante, pasando y volviendo a pasar, enseñando los dientes al calesero y al sacerdote. La jaca se abrió a galopar por lo alto, sacudiendo las anteojeras y tirando del bocado.

De pronto, quebró una vara, arrancando el tiro. Luego de aspaventarse como peleles, el párroco y el calesero se fueron de cabeza contra el puentecillo de piedra. El polvo se tiñó de sangre.

Cimarrón llegó corriendo. Blandía un bejuco para azocar a Perro, que ya se arrastraba pidiendo perdón. Pero el negro detuvo el gesto, sorprendido por la idea de que no todo era malo en aquel percance.

Se apoderó de la estola y de las ropas del cura, de la chaqueta y de las altas botas del calesero. En bolsillos y bolsillos había casi cinco duros. Además, la campanilla de plata. Los ladrones regresaron al monte. Aquella noche, arropado en la sotana, Cimarrón se dio a soñar con placeres olvidados. Recordó los quinqués, llenos de insectos muertos, que tan tarde ardían en las últimas casas del pueblo, allí donde, por dos veces, lo habían dejado, tras pedir el aguinaldo de Reyes, gastárselo como mejor le pareciere. El negro, desde luego, había optado por las mujeres.


IV

La primavera los agarró a los dos al amanecer. Perro despertó con una tirantez insoportable entre las patas traseras y una mala expresión en los ojos. Jadeaba sin tener calor, alargando entre los colmillos una lengua que tenía filosas blanduras de lapa. Cimarrón hablaba solo. Ambos estaban de pésimo genio. Sin pensar en la caza, fueron temprano hacia el camino. Perro corría desordenadamente, buscando en vano un olor rastreable… Mataba insectos que siempre lo habían asqueado, por el placer de destruir, desgranaba espigas entre sus dientes, arrancaba arbustos tiernos. Acabó de exasperarse cuando un sapo le escupió a los ojos. Cimarrón esperaba como nunca había esperado.

Pero aquel día nadie pasó por el camino. Al caer la noche, cuando los primeros murciélagos volaron como pedradas sobre el campo, Cimarrón echó a andar lentamente hacia el caserío del ingenio. Perro lo siguió, desafiando la misma tralla y las mismas cadenas. Se fueron acercando a los barracones por el cauce de la cañada. Ya se percibía un olor, antaño familiar, de leña quemada, de lejía, de melaza, de limaduras de cascos de caballo. Debían estarse haciendo las pastas de guayaba, ya que un interminable dulzor de mermelada era esparcido por el terral. Perro y Cimarrón seguían acercándose, lado a lado, la cabeza del hombre a la altura de la cabeza del perro. De pronto, una negra de la dotación atravesó el sendero de la herrería. Cimarrón se arrojó sobre ella, derribándola entre las albahacas. Una ancha mano ahogó los gritos. Perro avanzó, solo, hasta el lindero del batey. La perra inglesa adquirida por don Marcial en una exposición de París estaba allí. Hubo un intento de fuga. Perro le cortó el camino, erizado de la cola a la cabeza. Su olor a macho era tan envolvente que la inglesa olvidó que la habían bañado, horas antes, con jabón de Castilla.

Cuando Perro regresó a la caverna, clareaba. Cimarrón dormía, arrebozado en la sotana del párroco. Allá abajo, en el río, dos manatíes retozaban entre los juncos, enturbiando la corriente con sus saltos que abrían nubes de espuma entre los linos.


V

Cimarrón se hacía cada vez más imprudente. Rondaba ahora en torno los caseríos, acechando, a cualquier hora, una lavandera solitaria o una santera que buscaba culantrillo, retamas o pitahayas para algún despojo. También, desde la noche en que había tenido la audacia de beberse los duros del capellán en un parador del camino carretera, se hacía ávido de monedas. Más de una vez en los atajos se había llevado el cinturón de un guajiro, luego de derribarlo de su caballo y de acallarlo con una estaca. Perro lo acompañaba en esas correrías, ayudando en lo posible. Sin embargo, se comía peor que antes, y más que nunca era necesario desquitarse con huevos de codorniz, de gallinuela o de garza. Además, Cimarrón vivía en un continuo sobresalto. Al menor ladrido de Perro, echaba mano al machete robado o se trepaba a un árbol.

Pasada la crisis de primavera, Perro se mostraba cada vez más reacio a acercarse a los pueblos. Había demasiados niños que tiraban piedras, gente siempre dispuesta a dar patadas y, al oler su proximidad, todos los perros de los patios lanzaban gritos de guerra.

Además, Cimarrón volvía esas noches con el paso inseguro, y su boca despedía un olor que Perro detestaba tanto como el del tabaco. Por ello, cuando el amo entraba en una casa mal alumbrada, Perro lo esperaba a una distancia prudente. Así se fue viviendo hasta la noche en que Cimarrón se encerró demasiado tiempo en el cuarto de una mondonguera. Pronto, la choza fue rodeada por hombres cautelosos, que llevaban mochas en claro. Al poco rato Cimarrón fue sacado a la calle, desnudo, dando tremendos alaridos. Perro, que acababa de oler al mayoral del ingenio, echó a correr al monte por la vereda de los cañaverales.

Al día siguiente vio pasar a Cimarrón por el camino. Estaba cubierto de heridas curadas con sal. Tenía hierros en el cuello y los tobillos. Y lo conducían cuatro números de la Benemérita de San Fernando, que le daban un baquetazo a cada dos pasos, tratándolo de ladrón, de borracho y de malcriado.


VI

Sentado sobre una cornisa rocosa que dominaba el valle, Perro aullaba a la luna. Una honda tristeza se apoderaba de él a veces, cuando aquel gran sol frío alcanzaba su total redondez, poniendo tan desvaídos reflejos sobre las plantas. Se habían terminado para él las hogueras que solían iluminar la caverna en noches de lluvia. Ya no conocería el calor del hombre en el invierno que se aproximaba, ni habría ya quien le quitara el collar de púas de cobre, que tanto le molestaba para dormir —a pesar de que hubiera heredado la sotana del párroco—. Cazando sin cesar, se había hecho más tolerante, en cambio, con los seres que no servían para ser comidos. Dejaba escapar el maia entre las piedras calientes, sin ladrar siquiera, desde que Cimarrón no estaba allí para azuzarlo, con la esperanza de hacerse un cinturón o de recoger manteca para untos. Además, el olor de las serpientes lo asqueaba; cuando había agarrado alguna por la cola, era en virtud de esas obligaciones a que todo ser que depende de alguien se ve constreñido. Tampoco —salvo en casos de hambre extrema— podía atreverse ya con el cochino jíbaro. Se contentaba ahora con aves de agua, hurones, ratas y una que otra gallina escapada de los corrales aldeanos. Sin embargo, el ingenio estaba olvidado. Su campana había perdido todo sentido. Perro buscaba ahora el amparo de mogotos casi inaccesibles al hombre, viviendo en un mundo de dragos que el viento mecía con ruidos de albarca nueva, de orquídeas, de bejucos lombriz, donde se arrastraban lagartos verdes, de orejeras blancas, de esos que tan mal saben y, por lo mismo, permanecen donde están. Había enflaquecido. Sobre sus costillares marcados en hueco, la lana apresaba guisazos que ya no tenían espinas.

Con los aguinaldos volvió la primavera. Una tarde en que lo desvelaba un extraño desasosiego, Perro dio nuevamente con aquel misterioso olor a hembra, tan fuerte, tan penetrante, que había sido la causa primera de su fuga al monte. También ahora caían ladridos de la montaña. Esta vez Perro agarró el rastro en firme, recobrándolo luego de pasar un arroyo a nado. Ya no tenía miedo. Toda la noche siguió la huella, con la nariz pegada al suelo, largando baba por el canto de la lengua. Al amanecer, el olor llenaba toda una quebrada.

El rastreador estaba frente a una jauría de perros jíbaros. Varios machos, con perfil de lobos, se apretaban ahí, relucientes los ojos, tensos sobre sus patas, listos para atacar. Detrás de ellos se cerraba el olor a hembra.

Perro dio un gran salto. Los jíbaros se le echaron encima. Los cuerpos se encajaron, unos en otros, en un confuso remolino de ladridos. Pero pronto se oyeron los aullidos abiertos por las púas del collar. Las bocas se llenaban de sangre. Había orejas desgarradas. Cuando Perro soltó al más viejo, con la garganta desgajada, los demás retrocedieron, gruñendo de rabia inútil. Perro corrió entonces al centro del palenque, para librar la última batalla a la perra gris, de pelo duro, que lo esperaba con los colmillos de fuera. El rastro moría a la sombra de su vientre.

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VIAJE A LA SEMILLA

I

— ¿Qué quieres, viejo?...

Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no
respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta
un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas,
cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los
picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de
madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas
que iban desdentando las murallas aparecían —despojados de su secreto—
cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y
papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de
serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y
el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el
traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en
horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa
y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de
cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado,
con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y
bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los
rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de
hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.

Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se desploblaron. Sólo quedaron
escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más
fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían
alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo
llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída
balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La
Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin
persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.

Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las
hojas de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus
tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la
noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía
aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras
desorientadas.


II

Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños,
volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.
Los cuadrados de mármol, blancos y negros volaron a los pisos, vistiendo la
tierra. Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las
murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los
tornillos de las charnelas volvían a hundirse en sus hoyos, con rápida rotación.
En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas
juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en
lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció, traída nuevamente a sus
proporciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo
más peces en la fuente. Y el murmullo del agua llamó begonias olvidadas.

El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a
abrir ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones,
un estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y
gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías, al compás de
cucharas movidas en jícaras de chocolate.

Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho
acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera
derretida


III

Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su
tamaño, los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon,
arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes y los carruajes partieron en
la noche. Don Marcial pulsó un teclado invisible y abrió los ojos.

Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los
pomos de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los
daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico
movió la cabeza con desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor.
Durmió algunas horas y despertó bajo la mirada negra y cejuda del Padre
Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la confesión se hizo
reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo,
aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró, de
pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se
levantó con sorprendente celeridad. La mujer desnuda que se desperezaba
sobre el brocado del lecho buscó enaguas y corpiños, llevándose, poco
después, sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en el coche
cerrado, cubriendo tachuelas del asiento, había un sobre con monedas de oro.

Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la
consola se vio congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban hombres
de justicia, abogados y escribientes, para disponer la venta pública de la casa.
Todo había sido inútil. Sus pertenencias se irían a manos del mejor postor, al
compás de martillo golpeando una tabla. Saludó y le dejaron solo. Pensaba en
los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se enlazan y
desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y
desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones,
apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del
tintero, en que se enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos
desestimados por la Ley; cordón al cuello, que apretaban su sordina al percibir
el sonido temible de las palabras en libertad. Su firma lo había traicionado,
yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el hombre
de carne se hacía hombre de papel.

Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis de la tarde.


IV

Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez
mayor. Al principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía casi
razonable. Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron
desplazadas por escrúpulos crecientes, que llegaron al flagelo. Cierta noche,
Don Marcial se ensangrentó las carnes con una correa, sintiendo luego un
deseo mayor, pero de corta duración. Fue entonces cuando la Marquesa volvió,
una tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los caballos de la calesa
no traían en las crines más humedad que la del propio sudor. Pero, durante
todo el resto del día, dispararon coces a las tablas de la cuadra, irritados, al
parecer, por la inmovilidad de nubes bajas.

Al crepúsculo, una tinaja llena de agua se rompió en el baño de la Marquesa.
Luego, las lluvias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con
tacha de cimarrona y palomas debajo de la cama, que andaba por el patio
murmurando: «¡Desconfía de los ríos, niña; desconfía de lo verde que corre!»
No había día en que el agua no revelara su presencia. Pero esa presencia
acabó por no ser más que una jícara derramada sobre el vestido traído de
París, al regreso del baile aniversario dado por el Capitán General de la
Colonia.

Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy
claras, las arañas del gran salón. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El
piano regresó al clavicordio. Las palmas perdían anillos. Las enredaderas
saltaban la primera cornisa. Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles
parecieron recién tallados. Más fogoso Marcial solía pasarse tardes enteras
abrazando a la Marquesa. Borrábanse patas de gallina, ceños y papadas, y las
carnes tornaban a su dureza. Un día, un olor de pintura fresca llenó la casa.


V

Los rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco más las hojas de los
biombos, las faldas caían en rincones menos alumbrados y eran nuevas
barreras de encajes. Al fin la Marquesa sopló las lámparas. Sólo él habló en la
obscuridad.

Partieron para el ingenio, en gran tren de calesas—relumbrante de grupas
alazanas, bocados de plata y charoles al sol. Pero, a la sombra de las flores de
Pascua que enrojecían el soportal interior de la vivienda, advirtieron que se
conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores de Nación, para
distraerse un poco en aquellos días olientes a perfumes de Colonia, baños de
benjuí, cabelleras esparcidas, y sábanas sacadas de armarios que, al abrirse,
dejaban caer sobre las lozas un mazo de vetiver. El vaho del guarapo giraba en
la brisa con el toque de oración. Volando bajo, las auras anunciaban lluvias
reticentes, cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan
secas que tenían diapasón de cobre. Después de un amanecer alargado por un
abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida, ambos
regresaron a la ciudad. La Marquesa trocó su vestido de viaje por un traje de
novia, y, como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia para recobrar su
libertad. Se devolvieron presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de
bronces y alardes de jaeces, cada cual tomó la calle de su morada. Marcial
siguió visitando a María de las Mercedes por algún tiempo, hasta el día en que
los anillos fueron llevados al taller del orfebre para ser desgrabados.
Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de altas rejas, la Ceres
fue sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de la fuente
adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver todavía encendidas,
pintada ya el alba, las luces de los velones.


VI

Una noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío,
dejados por sus amigos, Marcial tuvo la sensación extraña de que los relojes
de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media, luego las cuatro, luego las
tres y media... Era como la percepción remota de otras posibilidades. Como
cuando se piensa, en enervamiento de vigilia, que puede andarse sobre el cielo
raso con el piso por cielo raso, entre muebles firmemente asentados entre las
vigas del techo. Fue una impresión fugaz, que no dejó la menor huella en su
espíritu, poco llevado, ahora, a la meditación.

Y hubo un gran sarao, en el salón de música, el día en que alcanzó la minoría
de edad. Estaba alegre, al pensar que su firma había dejado de tener un valor
legal, y que los registros y escribanías, con sus polillas, se borraban de su
mundo. Llegaba al punto en que los tribunales dejan de ser temibles para
quienes tienen una carne desestimada por los códigos. Luego de achisparse
con vinos generosos, los jóvenes descolgaron de la pared una guitarra
incrustada de nácar, un salterio y un serpentón. Alguien dio cuerda al reloj que
tocaba la Tirolesa de las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia. Otro
embocó un cuerno de caza que dormía, enroscado en su cobre, sobre los
fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la flauta traversera traída de
Aranjuez. Marcial, que estaba requebrando atrevidamente a la de
Campoflorido, su sumó al guirigay, buscando en el teclado, sobre bajos falsos,
la melodía del Trípili-Trápala. Y subieron todos al desván, de pronto,
recordando que allá, bajo vigas que iban recobrando el repello, se guardaban
los trajes y libreas de la Casa de Capellanías. En entrepaños escarchados de
alcanfor descansaban los vestidos de corte, un espadín de Embajador, varias
guerreras emplastronadas, el manto de un Príncipe de la Iglesia, y largas
casacas, con botones de damasco y difuminos de humedad en los pliegues.
Matizáronse las penumbras con cintas de amaranto, miriñaques amarillos,
túnicas marchitas y flores de terciopelo. Un traje de chispero con redecilla de
borlas, nacido en una mascarada de carnaval, levantó aplausos. La de
Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo de color de
carne criolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes decisiones
familiares, para avivar los amansados fuegos de un rico Síndico de Clarisas.

Disfrazados regresaron los jóvenes al salón de música. Tocado con un tricornio
de regidor, Marcial pegó tres bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la
danza de la valse, que las madres hallaban terriblemente impropio de
señoritas, con eso de dejarse enlazar por la cintura, recibiendo manos de
hombre sobre las ballenas del corset que todas se habían hecho según el
reciente patrón de «El Jardín de las Moodas». Las puertas se obscurecieron de
fámulas, cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas dependencias y de
los entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta de tanto alboroto. Luego.
se jugó a la gallina ciega y al escondite. Marcial, oculto con la de Campoflorido
detrás de un biombo chino, le estampó un beso en la nuca, recibiendo en
respuesta un pañuelo perfumado, cuyos encajes de Bruselas guardaban
suaves tibiezas de escote. Y cuando las muchachas se alejaron en las luces
del crepúsculo, hacia las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro
sobre el mar, los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se
contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca—así fuera de
movida una guaracha—sus zapatillas de alto tacón. Y como se estaba en
carnavales, los del Cabildo Arará Tres Ojos levantaban un trueno de tambores
tras de la pared medianera, en un patio sembrado de granados. Subidos en
mesas y taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el garbo de una negra de
pasas entrecanas, que volvía a ser hermosa, casi deseable, cuando miraba por
sobre el hombro, bailando con altivo mohín de reto.


VII

Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran más
frecuentes. Se sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial,
dejando caer al suelo su bastón de ácana para despertarlo antes de tiempo. Al
abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca, cubierta de caspa, cuyas
mangas lustrosas recogían títulos y rentas. Al fin sólo quedó una pensión
razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando
Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos.

Después de mediocres exámenes, frecuentó los claustros, comprendiendo
cada vez menos las explicaciones de los dómines. El mundo de las ideas se
iba despoblando. Lo que había sido, al principio, una ecuménica asamblea de
peplos, jubones, golas y pelucas, controversistas y ergotantes, cobraba la
inmovilidad de un museo de figuras de cera. Marcial se contentaba ahora con
una exposición escolástica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se
dijera en cualquier texto. «León», «Avestruz», «Ballena», «Jaguar», leíase
sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo modo,
«Aristóteles», «Santo Tomás», «Bacon», «Descartes», encabezaban páginas
negras, en que se catalogaban aburridamente las interpretaciones del universo,
al margen de una capitular espesa. Poco a poco, Marcial dejó de estudiarlas,
encontrándose librado de un gran peso. Su mente se hizo alegre y ligera,
admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las cosas. ¿Para qué pensar en el
prisma, cuando la luz clara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas
del puerto? Una manzana que cae del árbol sólo es incitación para los dientes.
Un pie en una bañadera no pasa de ser un pie en una bañadera. El día que
abandonó el Seminario, olvidó los libros. El gnomon recobró su categorla de
duende: el espectro fue sinónimo de fantasma; el octandro era bicho
acorazado, con púas en el lomo.

Varias veces, andando pronto, inquieto el corazón, había ido a visitar a las
mujeres que cuchicheaban, detrás de puertas azules, al pie de las murallas. El
recuerdo de la que llevaba zapatillas bordadas y hojas de albahaca en la oreja
lo perseguía, en tardes de calor, como un dolor de muelas. Pero, un día, la
cólera y las amenazas de un confesor le hicieron llorar de espanto. Cayó por
última vez en las sábanas del infiemo, renunciando para siempre a sus rodeos
por calles poco concurridas, a sus cobardías de última hora que le hacían
regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada,
señal, cuando andaba con la vista baja, de la media vuelta que debía darse por
hollar el umbral de los perfumes.

Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales,
palomas de porcelana, Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de papel
dorado, Reyes Magos, ángeles con alas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible
San Dionisio que se le aparecía en sueños, con un gran vacío entre los
hombros y el andar vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezaba con
la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de
cuentas sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a
imágenes que recobraban su color primero.


VIII

Los muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre el
borde de la mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas
ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los moros de la escalera acercaban
sus antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas eran mas hondas y los
sillones de mecedora tenían tendencia a irse para atrás. No había ya que
doblar las piernas al recostarse en el fondo de la bañadera con anillas de
mármol.

Una mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, súbitamente,
de jugar con los soldados de plomo que dormían en sus cajas de madera.
Volvió a ocultar el tomo bajo la jofaina del lavabo, y abrió una gaveta sellada
por las telarañas. La mesa de estudio era demasiado exigua para dar cabida a
tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en el piso. Dispuso los granaderos por
filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al abanderado. Detrás,
los artilleros, con sus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha,
pífanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados
de un resorte que permitía lanzar bolas de vidrio a más de un metro de
distancia.

—¡Pum!... ¡Pum!... ¡Pum!...

Caían caballos, caían abanderados, caían tambores. Hubo de ser llamado tres
veces por el negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al
comedor.

Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado. Cuando
percibió las ventajas de esa costumbre, se sorprendió por no haberlo pensando
antes. Afectas al terciopelo de los cojines, las personas mayores sudan
demasiado. Algunas huelen a notario—como Don Abundio—por no conocer,
con el cuerpo echado, la frialdad del mármol en todo tiempo. Sólo desde el
suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y perspectivas de una
habitación. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos,
rincones de sombra, que se ignoran a altura de hombre. Cuando llovía, Marcial
se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar la caja de
resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo caían los rayos para
construir aquella bóveda de calderones-órgano, pinar al viento, mandolina de
grillos.


IX

Aquella mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y el
almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento para un día de semana.
Había seis pasteles de la confitería de la Alameda—cuando sólo dos podían
comerse, los domingos, despues de misa. Se entretuvo mirando estampas de
viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por debajo de las puertas, le hizo
mirar entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portando una caja
con agarraderas de bronce. Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento
apareció el calesero Melchor, luciendo sonrisa de dientes en lo alto de sus
botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. Él, era
Rey. Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar de una en una,
mientras Melchor debía saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El juego
se prolongó hasta más allá del crepúsculo, cuando pasaron los Bomberos del
Comercio.

Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacía en su cama de
enfermo. El Marqués se sentía mejor, y habló a su hijo con el empaque y los
ejemplos usuales. Los «Sí, padre» y los «No, padre», se encajaban entre
cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como las respuestas del ayudante en
una misa. Marcial respetaba al Marqués, pero era por razones que nadie
hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y
salla, en noches de baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le
envidiaba el sable y los entorchados de oficial de milicias; porque, en Pascuas,
había comido un pavo entero, relleno de almendras y pasas, ganando una
apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el ánimo de azotarla, agarró a una de
las mulatas que barrían la rotonda, llevándola en brazos a su habitación.
Marcial, oculto detrás de una cortina, la vio salir poco después, llorosa y
desabrochada, alegrándose del castigo, pues era la que siempre vaciaba las
fuentes de compota devueltas a la alacena.

El padre era un ser terrible y magnánimo al que debla amarse después de
Dios. Para Marcial era más Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y
tangibles. Pero prefería el Dios del cielo, porque fastidiaba menos.


X

Cuando los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que
había debajo de las camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un gran
secreto: la vida no tenía encanto fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni
Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las procesiones del Corpus, eran tan
importantes como Melchor.

Melchor venía de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos. En su reino había
elefantes, hipopótamos, tigres y jirafas. Ahí los hombres no trabajaban, como
Don Abundio, en habitaciones obscuras, llenas de legajos. Vivían de ser más
astutos que los animales. Uno de ellos sacó el gran cocodrilo del lago azul,
ensartándolo con una pica oculta en los cuerpos apretados de doce ocas
asadas. Melchor sabía canciones fáciles de aprender, porque las palabras no
tenían significado y se repetían mucho. Robaba dulces en las cocinas; se
escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez, había
apedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego en las sombras de la
calle de la Amargura.

En días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fogón de la cocina.
Marcial hubiese querido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se
llamaba Calambín. La izquierda, Calambán. Aquel hombre que dominaba los
caballos cerreros con sólo encajarles dos dedos en los belfos; aquel señor de
terciopelos y espuelas, que lucía chisteras tan altas, sabía también lo fresco
que era un suelo de mármol en verano, y ocultaba debajo de los muebles una
fruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran Salón. Marcial
y Melchor tenían en común un depósito secreto de grageas y almendras, que
llamaban el «Urí, urí, urá», con entendidas carcajadas. Ambos habían
explorado la casa de arriba abajo, siendo los únicos en saber que existía un
pequeño sótano lleno de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en
desván inútil, encima de los cuartos de criadas, doce mariposas polvorientas
acababan de perder las alas en caja de cristales rotos.


XI

Cuando Marcial adquirió el habito de romper cosas, olvidó a Melchor para
acercarse a los perros. Había varios en la casa. El atigrado grande; el podenco
que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo que los
demás perseguían en épocas determinadas, y que las camareras tenían que
encerrar.

Marcial prefería a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y
desenterraba los rosales del patio. Siempre negro de carbón o cubierto de
tierra roja, devoraba la comida de los demás, chillaba sin motivo y ocultaba
huesos robados al pie de la fuente. De vez en cuando, también, vaciaba un
huevo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con brusco palancazo del
hocico. Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando
se lo llevaban. Y el perro volvía triunfante, moviendo la cola, después de haber
sido abandonado más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto
que los demás, con sus habilidades en la caza o desvelos en la guardia, nunca
ocuparían.

Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la alfombra persa del
salón, para dibujar en su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban
lentamente. Eso costaba castigo de cintarazos.

Pero los cintarazos no dolían tanto como creían las personas mayores.
Resultaban, en cambio, pretexto admirable para armar concertantes de
aullidos, y provocar la compasión de los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo
calificaba a su padre de «bárbaro», Marcial miraba a Canelo, riendo con los
ojos Lloraban un poco más, para ganarse un bizcocho y todo quedaba
olvidado. Ambos comían tierra, se revolcaban al sol, bebían en la fuente de los
peces, buscaban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor,
los canteros húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris, con
bolsa colgante entre las patas zambas; el gallo viejo de culo pelado; la lagartija
que decía «urí, urá», sacándose del cuello una corbata rosada; el triste jubo
nacido en ciudad sin hembras; el ratón que tapiaba su agujero con una semilla
de carey. Un día señalaron el perro a Marcial.

—¡Guau, guau!—dijo.

Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería
alcanzar, con sus manos objetos que estaban fuera del alcance de sus manos


XII

Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de
estas realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era accesoiria.
Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso
ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas
placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El universo le entraba por
todos los poros. Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos
y penetró en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El
cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida.

Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas. Los
minutos sonaban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.

Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la
hueva, dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas
doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los
tallos sorbían sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera. El
trueno retumbaba en los corredores. Crecían pelos en la gamuza de los
guantes. Las mantas de lana se destejían, redondeando el vellón de carneros
distantes. Los armarios, los vargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las
persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie
de las selvas. Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín,
anclado no se sabía dónde, llevó presurosamente a Italia los mármoles del piso
y de la fuente. Las panoplias, los herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los
bocados de las cuadras, se derretían, engrosando un río de metal que galerías
sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba, regresando a la
condición primera. El barro, volvió al barro, dejando un yermo en lugar de la
casa.


XIII

Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición,
encontraron el trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua de Ceres,
vendida la víspera a un anticuario. Después de quejarse al Sindicato, los
hombres fueron a sentarse en los bancos de un parque municipal. Uno recordó
entonces la historia, muy difuminada, de una Marquesa de Capellanías,
ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie
prestaba atención al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las
horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya
que son las que más seguramente llevan a la muerte.

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