José Rosas Moreno
LA VUELTA A LA ALDEA
Ya el sol oculta su radiosa frente;
melancólico brilla en occidente
su tímido esplendor;
ya en las selvas la noche inquieta vaga
y entre las brisas lánguido se apaga
el último cantar del ruiseñor.
¡Cuánto gozo escuchando embelesado
ese tímido acento apasionado
que en mi niñez oí!
Al ver de lejos la arboleda umbrosa
¡cuál recuerdo, en la tarde silenciosa,
la dicha que perdí!
Aquí al son de las aguas bullidoras,
de mi dulce niñez las dulces horas
dichoso vi pasar,
y aquí mil veces, al morir el día
vine amante después de mi alegría
dulces sueños de amor a recordar.
Ese sauce, esa fuente, esa enramada,
de una efímera gloria ya eclipsada
mudos testigos son:
cada árbol, cada flor, guarda una historia
de amor y de placer, cuya memoria
entristece y halaga el corazón.
Aquí está la montaña, allí está el río;
a mi vista se extiende el bosque umbrío
donde mi dicha fue.
¡Cuántas veces aquí con mis pesares
vine a exhalar de amor tristes cantares!
¡Cuánto de amor lloré!
Acá la calle solitaria; en ella
de mi paso en los céspedes la huella
el tiempo ya borró.
allá la casa donde entrar solía
de mi padre en la dulce compañía.
¡Y hoy entro en su recinto sólo yo!
Desde esa fuente, por la vez primera,
una hermosa mañana, la ribera
a Laura vi cruzar,
y de aquella arboleda en la espesura,
una tarde de mayo, con ternura
una pálida flor me dio al pasar.
Todo era entonces para mi risueño;
mas la dicha en la vida es sólo un sueño,
y un sueño fue mi amor.
Cual eclipsa una nube al rey del día,
la desgracia eclipsó la dicha mía
en su primer fulgor.
Desatóse estruendoso el torbellino,
al fin airado me arrojó el destino
de mi natal ciudad.
Así, cuando es feliz entre sus flores,
¡ay! del nido en que canta sus amores
arroja al ruiseñor la tempestad.
Errante y sin amor siempre he vivido;
siempre errante en las sombras del olvido...
¡cuán desgraciado soy!
Mas la suerte conmigo es hoy piadosa;
ha escuchado mi queja cariñosa,
y aquí otra vez estoy.
No sé, ni espero, ni ambiciono nada;
triste suspira el alma destrozada
sus ilusiones ya:
mañana alumbrará la selva umbría
la luz del nuevo sol, y la alegría
¡jamás al corazón alumbrará!
Cual hoy, la tarde en que partí doliente,
triste el sol derramaba en occidente
su moribunda luz:
suspiraba la brisa en la laguna
y alumbraban los rayos de la luna
la solitaria cruz.
Tranquilo el río reflejaba al cielo,
y una nube pasaba en blando vuelo
cual pasa la ilusión;
cantaba el labrador en su cabaña,
y el eco repetía en la montaña
la misteriosa voz de la oración.
Aquí está la montaña, allí está el río...
Mas ¿dónde está mi fe? ¿Dónde, Dios mío,
dónde mi amor está?
Volvieron al vergel brisas y flores,
volvieron otra vez los ruiseñores...
Mi amor no volverá.
¿De qué me sirven, en mi amargo duelo,
de los bosques los lirios, y del cielo
el mágico arrebol;
el rumor de los céfiros süaves
y el armonioso canto de las aves,
si ha muerto ya de mi esperanza el sol?
Del arroyo en las márgenes umbrías
no miro ahora, como en otros días,
a Laura sonreír.
¡Ay! En vano la busco, en vano lloro;
ardiente en vano su piedad imploro:
¡jamás ha de venir!.
EL PEREGRINO
Viendo á la tarde que se va ligera,
Vacilando sin fuerzas y sin tino.
Con afán indecible un peregrino
Presuroso sus pasos acelera.
Pero viéndose a oscuras desespera
De llegar al lugar de su destino,
Y se sienta en el borde del camino,
Y el nuevo día resignado espera.
Yo también peregrino desgraciado
Vencido ya por la contraria suerte,
De sufrir y llorar estoy cansado.
La esperanza perdí de poseerte,
Y en mi oscuro camino estoy sentado
Esperando la aurora de la muerte.
LA FLOR Y LA NUBE
Sobre una estéril pradera,
el diáfano azul del cielo
cruzaba en rápido vuelo
una nube pasajera.
Viola pasar una flor
que abrasada se moría,
y en su penosa agonía
le dijo así con amor:
"Yo te bendigo: la suerte
es conmigo generosa,
Dios te manda, nube hermosa,
a librarme de la muerte."
"Joven soy, morir no quiero;
en tus bondades confío;
una gota de rocío
por piedad, porque me muero."
Pero la nube orgullosa,
insensible caminando,
"No puedo, dijo pasando,
servir a tan noble rosa."
"Que si todos los pesares
de las flores mitigara,
pienso que no me bastara
con el agua de los mares."
La flor exhaló un suspiro
y la nube en el momento,
agitada por el viento
siguió su rápido giro.
Cruzó la selva sombría,
cruzó también la ribera;
pero siempre en donde quiera
la tristeza la seguía.
Sintió al pronto una profunda,
indefinible ansiedad,
y por fin tuvo piedad
de la rosa moribunda;
Y del punto en que se hallaba,
con rapidez se volvió,
y a la pradera llegó
cuando la tarde expiraba.
De la flor sobre la frente
tendió su ligero manto,
y regándola con llanto,
exclamaba dulcemente:
"Despierta, yo soy; despierta,
yo te traigo la alegría."
Mas la flor no respondía:
la infeliz estaba muerta.
Guardad tan triste lección
en el alma desde ahora:
niños, mostradle al que llora
una santa compasión.
Si el pobre a rogaros va,
no le miréis con desdén,
que es muy triste hacer el bien
cuando es inútil quizá.
EL HIJO DESOBEDIENTE
En una selva sombría,
Un nido en un árbol vi,
Y desde el nido, "pí, pí,"
Un pajarillo decía.
Su buen padre que lo oia,
"Voy", le dijo cariñoso,
"Voy a, volar presuroso
Ricos granos a traerte;
Espérame sin moverte
Y procura ser juicioso."
Al verle el nido dejar,
Dijo el cándido polluelo:
"¡Cuál le envidio! ¡cuánto anhelo
El viento también cruzar!"
Quiso en el acto volar
Y el ala tendió imprudente;
Mas descendió de repente
Y horrible muerte encontró;
Siempre el cielo castigó
Al hijo desobediente.
EL DIAMANTE EN LA OSCURIDAD
En una noche sombría,
En una joya orgulloso
Estaba un diamante hermoso;
Pero nadie le veía.
¡Triste hermosura a fé mía!
¡Infundada vanidad!
—Niños, os digo en verdad,
Que en esta mansión impura,
Es sin virtud la hermosura,
Diamante en la oscuridad.
A LA PATRIA
Patria, destello del amor divino,
Sagrada inspiración de mis cantares,
¡Ay! ¿hasta cuándo dejará el destino
De llenar tu existencia de pesares?
Un dolor más terrible que la muerte
Marchita sin piedad tu primavera,
¡Ay! ¿hasta cuándo te dará la suerte
Una sonrisa de piedad siquiera?
¿Hasta cuándo veremos en tu cielo
De una esperanza la feliz aurora?
¿Será que nunca dejará tu suelo
La negra tempestad desoladora?
Virgen flor de la América inocente,
Mi orgullo, mi placer y mi alegría,
¿Cuál es el crimen que manchó tu frente.
Que hasta Dios te ha olvidado, patria mía?
¿Será cierto que nunca, ni un instante
Dejará la fortuna despiadada,
Ni el fuego de la vida en tu semblante
Ni el rayo del placer en tu mirada?
¿De qué te sirve tu inmortal belleza,
De qué tu dulce juventud florida,
Si en medio del horror de la tristeza
Van pasando las horas de la vida?
Por vez postrera tu beldad mirando,
Ya tu esperanza se alejó llorosa;
Y constante á tu lado está velando
La deidad de la guerra pavorosa.
Contra ti con orgullo se levanta
El genio del dolor'y de la muerte,
Y oprime tu cerviz bajo su planta
Insensible á tus lágrimas la suerte.
En medio del horror y las ruinas,
Devorada por bárbaros tormentos,
Tu hermosa frente moribunda inclinas
Como flor destrozada por los vientos.
Haciendo al mal de tu existencia dueño
Dios dirige a otro punto su mirada:
Tu gloria es polvo, tu esplendor es sueño,
Tu dicha sombra y tu grandeza nada.
Hoy que abriendo sus alas impaciente
Se desata el ruidoso torbellino,
Alza del suelo la abatida frente,
Muéstrate digna de tu gran destino.
Olvida tu aflicción y tus dolores;
Valerosa levanta tu bandera,
Y abandona tus joyas y tus flores,
Y entona ¡oh patria! tu canción guerrera.
Haz pedazos al déspota enemigo,
Y ya no temas su cobarde lazo,
Porque el Dios de los pueblos va contigo
Y él sostiene la fuerza de tu brazo.
Y antes que dejes que á sus plantas vean
Los tiranos tus santas libertades,
Lagos de sangre tus campiñas sean
Y en escombros se tornen tus ciudades.
Vibre tu espada con furor tremendo;
Que tu enojo de nuevo se despierte;
Que tus campos repitan el estruendo
Y el clamor de la guerra y de la muerte,
Y al que llame á tus bárbaros tiranos,
Y al que sin ira sus infamias vea,
Que muera ¡oh patria! por tus propias manos
Y allí al instante maldecido sea.
Que al mundo entero tu valor asombre,
Y que sepa la Europa que te mira,
Que aún eres digna de llevar tu nombre,
Y sepa tu contrario que delira.
Y aunque ya tu enemigo no es temible,
Piensa que luchas por salvar tu gloria,
Y al instante levántate terrible
A buscar en la lucha la victoria.
Venganza y guerra sin cesar proclama.
Que ensordezcan al eco tus cañones,
Canta tus himnos y á tus hijos llama,
Tremolando entusiasta tus pendones.
Dichoso aquel que por salvarte muera
De los roncos cañones al estruendo,
Estrechando en sus brazos tu bandera
Y tu nombre sagrado bendiciendo.
Pues yo mi sangre sin pesar ciaría
Por mirarte un instante venturosa,
Desgraciada y hermosa patria mía,
Cuanto más desgraciada más hermosa.
En ti cifro mi gloria desde niño;
Tú iluminas mi pobre pensamiento;
Tú has sido siempre mi primer cariño,
Mi existencia, mi espíritu y mi aliento.
Y aunque el hado á perderte se decida
la victoria negándote inconstante,
Yo siempre te amaré como á mi vida,
Mi amor serás hasta el postrer instante.
Y al mirar á la muerte despiadada,
Cuando todos te nieguen un abrigo,
Cuando todos te dejen olvidada,
Tu pobre amante morirá contigo.
EL GIRASOL Y LA ENCINA
En un valle delicioso,
a la luz del Sol naciente,
alzaba altivo la frente
un girasol orgulloso;
y de allí no muy distante,
en esa misma pradera,
junto a la verde ribera
de un arroyo murmurante,
una encina se miraba
tan pequeña todavía,
que casi se confundía
con la yerba que brotaba.
Contemplóla el girasol,
y extendiendo hojas y flores
al recibir los fulgores
y las caricias del Sol,
le dijo con fatuidad:
—¿Cómo te llamas, vecina?
—Soy la planta de la encina.
—Me estás causando piedad:
¡tres años llevas de ver
del Sol la magnificencia,
y no has podido crecer!
Te falta el aliento mío:
yo nací en la primavera,
y orgullo de la pradera
me ha contemplado el estío;
tú eres un pobre retoño.
—No estés, por Dios, tan ufano-
le dijo la encina;—hermano,
tú no has de ver el otoño.
Aunque estoy junto del suelo,
aunque comienzo a vivir,
he mirado ya morir
a tu padre y a tu abuelo.
Y cien años pasarán,
y cuando ya de tu gloria
no quede ni la memoria,
los viajeros me verán
llena de savia y de vida,
llena de regia hermosura,
coronada de verdura
y por el viento mecida.
El girasol vanidoso,
sus palabras al oír,
no sabiendo qué decir
permaneció silencioso.
Al fin el otoño frío
con sus rigores llegó,
y el girasol se inclinó
triste, marchito y sombrío.
Y al mirarlo agonizante,
la encina le repetía:
Gloria alcanzada en un día,
no dura más que un instante.
¡QUIÉN PUDIERA VIVIR SIEMPRE SOÑANDO!
Es la existencia un cielo,
cuando el alma soñando embelesada,
con amoroso anhelo,
en los ángeles fija su mirada.
¡Feliz el alma que a la tierra olvida
para vivir gozando!
¡Quién pudiera olvidarse de la vida!
¡Quién pudiera vivir siempre soñando!
En esa estrecha y mísera morada
es un sueño engañoso la alegría;
la gloria es humo y nada
y el más ardiente amor gloria de un día.
Afán eterno al corazón destroza
cuando los sueños ¡ay! nos van dejando.
Sólo el que sueña goza.
¡Quién pudiera vivir siempre soñando!
De su misión se olvidan las mujeres,
los hombres viven en perpetua guerra;
no hay amistad, ni dicha, ni placeres;
todo es mentira ya sobre la tierra.
Suspira el corazón inútilmente . . .
la existencia que voy atravesando
es hermosa entre sueños solamente.
¡Quién pudiera vivir siempre soñando!
Sin mirar el semblante a la tristeza,
pasé de la niñez a la dulce aurora,
contemplando entre sueños la belleza
de ardiente juventud fascinadora.
Pero ¡ay! se disipó mi sueño hermoso,
y desde entonces siempre estoy llorando
porque sólo el que sueña es venturoso.
¡Quién pudiera vivir siempre soñando!
EL VALLE DE MI INFANCIA
Salud, ¡oh valle hermoso!
Albergue de placer, donde dichoso
entre sueños espléndidos de amores,
vi deslizarse un día,
cual se desliza el agua entre las flores,
los dulces años de la infancia mía.
Valle umbroso, salud: hoy el viajero
tu abrigo lisonjero
busca ansioso con ávida mirada,
bendice la quietud de tus vergeles,
y reclina su frente ensangrentada
a la sombra feliz de tus laureles.
Aquí esta la montaña, allí está el río;
allá del bosque umbrío
la silenciosa majestad se admira;
allí el lago retrata el firmamento;
la fuente, más allá, lenta suspira,
y agitando los sauces gime el viento.
Allí la cruz está donde, inspirado,
el bien del desgraciado
imploraba con místico cariño,
elevando a los cíelos mis plegarias,
y estas agrestes rocas solitarias
las mismas son que amé cuando era niño.
Pero es otro el rocío, otra la brisa
que hoy el abril te da con su sonrisa;
otras las rosas son de encanto llenas
que brillan entre el césped de tu alfombra,
y otras, y otras también las azucenas
que crecen a tu sombra.
Cual las olas que pasan suspirando
los años van pasando;
un instante con flores se embellecen,
un punto brilla su fulgor mentido,
y al fin se desvanecen
en las oscuras sombras del olvido.
¿En dónde están ahora aquellas rosas
tan puras, tan hermosas?...
Están, ¡oh valle!, donde está la calma
de aquellos bellos días tan risueños;
en donde está mi amor, gloria del alma,
y en donde están también mis dulces sueños.
Yo era feliz aquí; yo me adormía
en plácida alegría,
por la dulce inocencia acariciado,
sin más amor que tú, sin otro anhelo
que amar tus flores y cruzar tu prado,
cantar tus fuentes y mirar tu cielo.
Una tarde las aves se alejaban,
y al ver como volaban,
sentí el alma agitarse en ansias locas
y quise, como el águila atrevida,
cruzar las selvas, dominar las rocas,
y aspirar otro ambiente y otra vida:
Y al huracán seguí; y al ver el mundo
sentí en el corazón horror profundo;
anhelé las tranquilas soledades
donde feliz reía,
y sentí que mi espíritu oprimía
la atmósfera letal de las ciudades.
Gozo y placer busqué, gloria y ventura;
y sólo hallé amargura,
inquietudes y afán, tedio y congojas;
del viento del dolor al soplo ardiente,
cual de tus bellos árboles las hojas,
se secó la guirnalda de mi frente.
En vano allí busqué la dulce calma
y el casto amor del alma:
sólo en la multitud con mis pesares
me confundí gimiendo,
y apagóse perdido entre el estruendo
el tímido rumor de mis cantares.
Esquivando el furor de la tormenta,
cual ave voy que el huracán ahuyenta,
y ansioso busco ahora
en tu silencio plácido y tranquilo,
el apacible asilo
donde al menos en paz el alma llora.
También, ¡oh valle!, a marchitar tus galas
la airada tempestad tiende sus alas;
tus flores huella y con furor se agita
marchitando sus vívidos colores...
¡Dichosas esas flores
que el huracán marchita!
Lejos contemplo ya la infancia mía,
y muy lejos la tumba todavía;
oculto afán me mata,
mi destino en la tierra es muy incierto,
y lúgubre a mi vista se dilata
inmenso el porvenir como un desierto.
Sin oír una voz dulce y querida,
solo estoy en el valle de la vida,
cual el ciprés doliente
que en eterno abandono se consume,
sin guirnaldas de hiedras en su frente,
sin que le dé una flor grato perfume.
Nadie piensa en mi amor, nadie me mira,
nadie por mí suspira;
tan sólo la tristeza con mis dolores gime,
y entre sus brazos trémula me oprime
y reclina en su seno mi cabeza.
El alma ardiente que en mi afán seguía
dulce hermana inmortal del alma mía,
me niega su ternura,
y sin oír mi queja,
insensible a mi amarga desventura,
sin enjugar mis lágrimas se aleja.
Ya que en vano la llamo cariñoso
para cruzar con ella el bosque umbroso,
para contarle amante mi querella
y dividir con ella mi alegría,
para soñar con ella
esta sombra de amor que dura un día.
A lo mejor gozar el alma quiere
en el sueño ideal que nunca muere,
del infinito anhelo
en que Dios le revela su destino,
la esperanza feliz del bien divino
con que existen las almas en el cielo.
Aquí morir quisiera
al rumor de tu brisa lisonjera;
pero ¡ay! delirio, mi ansiedad es vana
y el soplo sigo del destino airado...
¡Quién sabe en dónde me hallaré mañana!
¡Quién sabe en dónde moriré ignorado!
Queda en paz, dulce valle, umbroso asilo,
donde existe tranquilo,
plácido albergue de mi amor primero.
Ya va el sol ocultando sus fulgores,
y adiós te dice el infeliz viajero
empapando en sus lágrimas tus flores.
EL RATONCILLO IGNORANTE
Un ratoncito pequeño,
sin malicia todavía,
al despertar de su sueño,
se sentó en su cuarto un día.
Delante del agujero
sentado un gatito estaba
y con tono zalamero
así al ratoncito hablaba:
—Sal, querido ratoncillo,
que te quiero acariciar,
te traigo un dulce exquisito
que te voy a regalar.
—Tengo un azúcar muy buena,
miel y nueces deliciosas...
si sales, a boca llena
podrás comer de mil cosas.
El ratoncillo ignorante
del agujero salió;
y don gato en el instante
a mi ratón devoró.
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