10 Poemas de Pablo Antonio Cuadra 

EL NACIMIENTO DEL SOL

He inventado mundos nuevos. He soñado
noches construidas con sustancias inefables.
He fabricado astros radiantes, estrellas sutiles
en la proximidad de unos ojos entrecerrados.
Nunca sin embargo,
repetiré aquel primer día cuando nuestros padres
salieron con sus tribus de la húmeda selva
y miraron al oriente. Escucharon el rugido
del jaguar. El canto de los pájaros. Y vieron
levantarse un hombre cuya faz ardía.
Un mancebo de faz resplandeciente,
cuyas miradas luminosas secaban los pantanos.
Un joven alto y encendido cuyo rostro ardía.
Cuya faz iluminaba el mundo.

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POR LOS CAMINOS VAN LOS CAMPESINOS

De dos en dos,
de diez en diez,
de cien en cien,
de mil en mil,
descalzos van los campesinos
con la chamarra y el fusil.

De dos en dos los hijos han partido,
de cien en cien las madres han llorado,
de mil en mil los hombres han caído,
y hecho polvo ha quedado
su sueño en la chamarra, su vida en el fusil.

El rancho abandonado,
la milpa sola, el frijolar quemado.
El pájaro volando
sobre la espiga muda
y el corazón llorando
su lágrima desnuda.

De dos en dos,
de diez en diez,
de cien en cien,
de mil en mil,
descalzos van los campesinos
con la chamarra y el fusil.

De dos en dos,
de diez en diez,
de cien en cien,
de mil en mil,
¡por los caminos van los campesinos
a la guerra civil!

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SOY MI MEMORIA

Soy mi memoria.
Piel errante,
subsistiendo entre mi último balido
Y mi eterna obligación de partir.
Yo
Dona Albarda
Mariposa inválida de mi forma
sobreviviendo al sueño y al tropel.

Toro en mi torso
-con mis cuernos en vacío
como una antigua furia que se cubre de olvido.

Novillo en mi piel
-deseo limítrofe en mis cascos perdidos
como un antiguo cansando que no llega al recuerdo.

Buey en mi cuero
-testículos arrancados a la sucesión
conjugando solteramente mi amor con la carreta
como una vieja madera conyugal quemada por el viento.

Yo
Doña Albarda
Vaca en mi soledad y piel
-con mis fervientes ubres excluidas de la sed
con el candor de mis pupilas hundidas bajo los ríos
con mi antigua maternidad creciendo bajo los árboles.

Yo
con mi linaje
con mi bandera de muertos
repitiendo el deseo de horizonte
caminando
eternamente sonando el tambor de mi piel
como la luna.
Caminando sobre la llanura estúpida y fangosa
caminando
sobre la abierta senda pisoteada
caminando
bajo la lluvia torrendal y lacrimosa
caminando
bajo la garúa susurrante
caminando
bajo el sol insolente y fogonero
caminando
entre la música metal de los lecheros
caminando
tras de la tarde herida bajo el ala
caminando
tras de la noche
caminando
tras de la muerte,
de nuevo caminando…

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LA NOCHE ES UNA MUJER DESCONOCIDA

Preguntó la muchacha al forastero:
—¿Por qué no pasas? En mi hogar
está encendido el fuego.

Contestó el peregrino: —Soy poeta,
sólo deseo conocer la noche.

Ella, entonces, echó cenizas sobre el fuego
y aproximó en la sombra su voz al forastero:
—¡Tócame! —dijo—. ¡Conocerás la noche!

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EL NIÑO

El niño
que yo fui
no ha muerto
queda
en el pecho
toma el corazón
como suyo
y navega dentro
lo oigo cruzar
mis noches
o sus viejos
mares de llanto
remolcándome
al sueño.

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NO AJENA A LA MELANCOLÍA

No ajena a la melancolía
Casandra me profetiza la gloria
y el dolor, mientras la luna
emana su orfandad.

Todo parece griego. El viejo Lago
y sus hexámetros. Las inéditas
islas y tu hermosa cabeza
–de mármol -mutilada por la noche.

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PATRIA DE TERCERA

Viajando en tercera he visto
un rostro.
No todos los hombres de mi pueblo
óvidos, claudican.
He visto un rostro.
Ni todos doblan su papel en barquichuelos
para charco. Viajando he visto
el rostro de un huertero.
Ni todos ofrecen su faz al látigo del «no»
ni piden.
La dignidad he visto.
Porque no sólo fabricamos huérfanos,
o bien, inadvertidos,
criamos cuervos.
He visto un rostro austero. Serenidad
o sol sobre su frente
como un título (ardiente y singular).
Nosotros ¡ah! rebeldes
al hormiguero
si algún día damos
la cara al mundo:
con los rasgos usuales de la Patria
¡un rostro enseñaremos!

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ABUELO, EN LA NOCHE

Esta es la casa que he perdido
habito en ella en sueños
y no quisiera hablar de ella después que todo ha sido consumado.

Mis hijos han edificado sus casas en Babilonia
y yo atravieso el desierto para pasar veladas con ellos
escuchando afuera, al borde de la puerta impotente
el ruidoso río de automóviles que filtra sus aguas turbias en el umbral.

Hablamos de esto y de lo otro en la apretada salita
como conspiradores bajo el sofocante
y ordenado itinerario de los relojes
porque todos trabajan, duramente,
invirtiendo su vida en el negocio de perderla
y llegan llenos de cifras como los carpinteros de virutas
fatigados de información. Entonces, si yo recuerdo
si fácilmente caigo en las viejas historias
si abro para ellos las puertas de la casa
abren los ojos y me reconfortan con su alegría
-piensan tal vez que es posible el retorno-
porque ellos vivieron, ellos nacieron y se criaron
en la casa que perdimos
en la vieja casa grande junto al río
donde yo vuelvo ahora
donde yo vuelvo siempre
apenas cae un poco de sueño en mis ojos vacíos. ​

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NO ERA EL AMOR, NI LA ROSA, NI LA VOZ DEL VIENTO

No era el amor, ni la rosa, ni la voz del viento en el deshabitado murmullo de la noche.
Era ella, muerta.
Aislada en las serranías ásperas y desvalidas,
bajo el eterno paréntesis de sus cuernos sin amparo,
entre las cuatro sombras de sus pupilas vacías.

Su maternidad en la esfera de sus urbes
dormidas para el hijo,
para la amistad,
la Tierra.

Y luego la blanca llanura de la muerte.

(Yo seguía en el atento afán de la zozobra
aquel recuerdo de nieblas
entre los árboles).

Y cuando lo dijeron,
el niño inocente derramó sus lágrimas en la cocina
y las ciudades del Sur,
ignorando,
dormían.

Era ella, la que iba
a solazarse con el cedro.
La que partía, como el clavel sin sangre, a donde nadie sabe.

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EL INDIO Y EL VIOLÍN

Cuando Mondoy toca el violín
las nubes de diciembre se desmenuzan en plumas
y al Este cruzan seres celestes en bandos de Calandrias
de Paujiles de Jilgueros de Zorzales.
Mondoy cierra los ojos y ladea la cabeza como los ciegos
porque la música es una ceguera dulce
una laguna de aguas azules.
Por su escala
bajan la siete muchachas, las madrugadoras
a recoger en su red el lucero matutino
—coletea entre los juncos en el agua orillera—
y Tonantzin lo toma de las agallas y lo ilumina el alba.

El aliento de Tonantzin es el país ilimitado
donde aletea el violín de Mondoy y gira
volátil con un plumaje de palabras secretas. He oído
cánticos en las cerámicas chorotegas
–ocarinas lunares de vientos lentos que levantan
olas en la laguna como escamas de peces—
pero no esta lluvia, no esta ternura cuando
Mondoy toca el violín y llueve
en Diorimo, en Diriá, en Dirita, en Nindirí.
(¿Acaso no has tenido en el pecho, empapándote
en música, el rostro de una mujer que llora?)

Volverá, tal vez, Agosto, el opresor
azuzando sus perros de fuego en la canícula.
Husmean los caminos del sueño. Saben
que la libertad es un vuelo. O un pensar.
O un cantar cuando Mondoy toca el violín.
Pero nada muere. En el aire
hemos sembrado nuestras estrellas y podemos
levantar el pensamiento y sostenerlo
sobre el puro azul. Mondoy
traza una cruz de música en la constelación
del Sur. Mondoy toca el violín
y nuestros pueblos indios peregrinan
al lugar de la promesa.
Una línea blanca marca el borde tiernísimo del horizonte.
Es la hora en que bajan las siete muchachas
—las soñadoras—con sus sábanas blancas
a recoger el lucero vespertino
y Tonantzin lo toma entre sus brazos
y escuchamos el llanto de un niño
cuando Mondoy toca el violín.

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